
El carácter democrático de las instituciones del Estado tiende a ser valorado más en términos teóricos que históricos.
Si bien el marco teórico es útil y resulta casi imprescindible para valorar la real adecuación de las instituciones al diseño democrático, la confrontación de la realidad con un modelo ideal a veces puede jugarnos malas pasadas, puesto que los «analizados» -que conocen el modelo teórico a la perfección- suelen encontrarle la vuelta al asunto para hacer pasar por democráticos comportamientos e instituciones que no lo son en absoluto.
Pero falsificar la historia -que también es posible, y mucho más en Salta- es bastante más complicado, sobre todo cuando la memoria de la dictadura militar y de sus emanaciones institucionales está tan fresca.
Una prueba irrefutable de que la Justicia no se ha democratizado en Salta y que sigue atrapada en los mismos moldes autoritarios que la caracterizaron durante la etapa dictatorial es que las interpretaciones y los criterios judiciales siguen valiendo más por la autoridad de su fuerza que por la fuerza de su autoridad.
Hay pruebas abundantísimas de que nuestros jueces supremos actuales se comportan de la misma manera y se desenvuelven en los mismos escenarios en que lo hacían los jueces supremos de la dictadura militar. Nada -salvo el edificio y algunos cuadros- ha cambiado.
Lo cual es bastante llamativo, pues en la cúpula del Poder Judicial del Estado salteño se ha producido un pequeño terremoto, pero de espantosas consecuencias, que ha dado como resultado la pérdida de autoridad de sus argumentos de mando y decisión y su reemplazo por la mera fuerza jurídico formal. Esto es precisamente lo que hicieron los militares cuando usurparon el poder: su única razón era la fuerza.
Ya lo decía el viejo Unamuno en su famoso discurso del paraninfo de la Universidad de Salamanca en 1936: «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha».
Nos equivocaríamos si pensásemos que la falta de democracia en el Poder Judicial de Salta se puede apreciar solamente en la pretensión de algunos jueces de la Corte de durar más allá de lo que dice la Constitución que deben durar.
Hay aquí algo más que una simple cuestión de tiempo. Y muchos lo saben, pero lo callan.
Lo que hay es un intento permanente y bastante coherente de mantener a las estructuras del Poder Judicial fuera del alcance del control ciudadano. Esto es lo verdaderamente preocupante, y no quién se sienta en la Corte o cuánto pretende durar.
A los demás poderes del Estado, por razones que son demasiado obvias, les cuesta bastante más eludir los controles y la rendición de cuentas. Aunque en Salta el gobierno ha hecho esfuerzos enormes por minimizar su dependencia de los ciudadanos, sin apenas pagar costes políticos, el Poder Judicial siempre ha estado a buen recaudo de las pulsiones populares, sin hacer demasiados sacrificios ni pagar altos peajes. Y pretende seguir estándolo. Es aquí donde tenemos el problema, Houston.
No se trata de la amenaza de sustituir la justicia de los expertos por la justicia popular, ni de resolver los pleitos a sombrerazos, sino de que los ciudadanos dispongan de las herramientas justas y de los recursos necesarios para asegurarse de que quienes tienen la doble misión de impartir justicia y gobernar el Poder Judicial como aparato burocrático se ciñan estrictamente a la ley (que debemos observar todos) y que paguen los precios que paga cualquiera cuando en vez de hacer lo que dice la ley hacen su santa voluntad.
Parece en teoría fácil, pero no lo es en absoluto. En parte, porque el Poder Judicial de Salta es una suerte de «última frontera» para el grupo social que ha disfrutado de todos los privilegios en nuestra casi bicentenaria historia. El poder político, el gobierno, las asambleas legislativas, la administración del Estado pueden serle esquivas, pero el refugio seguro es y debe seguir siendo -según su particular entender- el Poder Judicial. Aquí no hay discusión posible, pues es casi un dogma de Fe.
Dicho en otras palabras: es el Poder Judicial de la fuerza y no el Poder Judicial de la razón el que asegura la pervivencia de la clase prominente de Salta. Sin el control total de los tribunales y de sus mecanismos, todo estaría perdido para ellos. Y ellos lo saben. Por eso obran así.
Es precisamente esto lo que hay que cambiar. Para que la fuerza de los argumentos se imponga al argumento de la fuerza y para que el Poder Judicial deje de ser lo que es (una barricada del poder tradicional y tradicionalista) y se convierta en lo que debe ser: un refugio para las libertades y una garantía para los derechos de todos, no solo de unos pocos.
Y si me permiten, una cosa como esta no se consigue con una simple reforma constitucional ni «observando» desde la cima de una montaña la calidad institucional de Salta. Hacen falta convicción, ideas, liderazgo y una buena dosis de audacia. Que es precisamente lo que los engominados reformadores consuetudinarios y los observadores tuertos no tienen.