
Cuando este martes rompa el alba en Salta y el viento suave del poniente amenace con congelar las molleras de los habitantes del valle, algunos recibirán el nuevo día convencidos de que en esta, la indómita villa que fundó el espadachín Lerma y en la cual el Señor del Milagro ostenta su amor, todo sigue felizmente igual; que su democracia sigue tan fresca y rozagante como siempre y que los aciagos augurios de algunos no traspasaron el umbral de decibeles que normalmente se necesita para inquietar la impávida solidez del poder.
Pero, a partir de hoy -algunos dirán que de ayer por la mañana-, ya nada es igual en Salta, aunque los cerros permanezcan en su lugar, firmemente sujetos al terreno, como los sillones que ocupan esos cargos que parecen inalcanzables para el ciudadano de a pie.
Nada es igual porque la valentía de unos pocos legisladores ha conseguido lo que hasta hace poco tiempo parecía imposible de alcanzar: que el futuro político se abra.
Una batalla breve, pero intensa, ha permitido descubrir que el «poder organizado» (uso esta expresión con el mismo alcance de «crimen organizado», pero sin intención de emparentar a una cosa con la otra) no es tan inalcanzable como a muchos nos parecía y que la ambición, la deslealtad y el descontrol no forman parte del lenguaje de toda la clase política provincial.
Los salteños hemos descubierto también ayer que hay políticos que hablan el lenguaje de los ciudadanos y que están atentos a sus emociones cívicas, mientras que los que se atrincheran en la impunidad solo les hablan de cloacas, de semáforos y de cordones cuneta, con la misma delicadeza con la que un arriero dirige el rumbo del ganado mayor.
Aunque ya estaba en los libros, quizá también hemos descubierto que, aunque en democracia se necesitan los votos y sea imprescindible la fuerza del número para imponer ciertas decisiones, el auténtico vencido es el que se derrota a sí mismo renunciando de antemano a la batalla que da por perdida. Perder es la única forma, en democracia, de demostrar que uno está vivo.
En Salta, desde hace unas pocas horas, se levanta en la avenida Bolivia, junto al monumento al quirquincho, una gran puerta, similar a la que guardaba el dios Jano. Una mira hacia la oscuridad y la otra hacia la esperanza.
En la mitología romana, Jano es el dios de las puertas (debería ser el patrón de los corralones), pero también ejerce como la deidad de los comienzos, los portales, las transiciones y los finales. Y lo que vivimos en Salta, desde hace unas pocas horas, es el comienzo del final de una era.
Quizá, el tormentoso azar de la política no permita que la época que asoma por el horizonte irregular de los cerros, desde donde sopla ese céfiro constipante, sea lineal, estable y previsible. Pero estas son las cosas que tiene el futuro abierto y los riesgos que gustosos asumen quienes, al abrazarlo, quieren dejar atrás la larga noche en la que casi todos sabíamos quién era el ganador incluso antes de que comenzara el partido.
Por obra y gracia de unos diputados que eligieron no fijarse en la fría aritmética parlamentaria para atender a las razones que desbordan el corazón ciudadano, Salta es hoy ligeramente distinta -más sana- de lo que lo era ayer.
Esa valentía sin cálculo es el germen de lo que vendrá, el sentimiento que evitará que los salteños nos vayamos todas las noches de nuestras vida a la cama experimentando miedo, dolor, repugnancia y resignación. Algunos han descendido ayer a la ciénaga del autoritarismo cuando muchos pensábamos que era imposible que pudieran caer más bajo. Otros, sin embargo y sin aparentemente haberlo planificado, se han elevado por encima de los cerros y han encendido un poderoso reflector LED que nos permite a los salteños ver con más claridad las miserias del poder. Hoy, más que ayer.
La gran lección del pedido del juicio político al presidente de la Corte de Justicia de Salta es que para ver es necesario abrir los ojos. Y que nuestra supervivencia en el futuro, el porvenir de nuestros hijos, no depende tanto de las cloacas o de los gasoductos de cartón piedra, que nos prometen los incompetentes que emponzoñaron la política, sino del coraje de aquellos que, asumiendo enormes riesgos, nos advierten: por este camino no se puede seguir.