
Hace pocos días, un grupo de diputados provinciales, electos por dos partidos diferentes y que representan el diez por cien de la cámara baja, presentaba un pedido de juicio político contra el actual presidente de la Corte de Justicia de Salta, doctor Guillermo Alberto Catalano.
Desde entonces se han sucedido las reacciones y se han disparado los comentarios acerca de las causas invocadas por los legisladores para solicitar el enjuiciamiento del alto magistrado; reacciones cuyos ecos -en algunos casos, desproporcionados- han obligado a Catalano a abandonar la tibia comodidad y la acogedora penumbra de su despacho para salir al cruce las principales acusaciones formuladas en su contra.
Sabido es que aunque el actual presidente de la Corte aspire ahora a encarnar el sentimiento compartido de la judicatura salteña, él no pertenece a ese mundo por derecho propio. No es un juez de «pata negra», por así decirlo. Quien más, quien menos, sabe en Salta que el cargo que actualmente ocupa el magistrado es el primero de estas características en una larga y meritoria carrera dedicada a la docencia y la política partidaria, casi por partes iguales.
Han sido sus habilidades políticas, sin dudas, -y, en menor medida, su fina retórica pedagógica- las que en estos días le han permitido sortear con alguna elegancia los primeros embates, que llegaron a sus plantas por la insistencia de un cierto sector de la prensa que, ávido de titulares, intentó sin éxito que el alto magistrado admitiera de algún modo los graves incumplimientos señalados por sus acusadores.
Pero, apagados los fuegos artificiales, el ambiente ha quedado un poco cargado de pólvora china.
No tanto por la sutil defensa política que el magistrado ha hecho de su ajenidad respecto de los hechos que se le imputan, sino porque en el camino ha ido cometiendo algunos errores no forzados, que algunos interpretan como producto de la precipitación y, otros, como reveladores de una forma muy particular -muy poco democrática- de entender y practicar el juego institucional.
El primero de estos errores, y probablemente el más grave de todos ellos, se produce en unas declaraciones en las que el ilustre magistrado dice: «Si los jueces se mantienen con su buena conducta, ¿por qué para la Corte no rige esa cláusula?».
Quienes entienden un poco de estos asuntos piensan que la pregunta que se formula Catalano no solamente es muy fácil de responder, sino que, en líneas generales, significa una clara toma de posición frente al debate (absolutamente desproporcionado en Salta) sobre si los jueces que integran la Corte de Justicia deben durar o no para siempre. No ha faltado quien le recuerde al doctor Catalano que él mismo dijo, tan solo unas horas antes de formularse tan insólita pregunta, que por estar «excusado» (que no es lo mismo que estar «en» el excusado), no iba a expresar su opinión sobre este delicado tema.
Pero con contradicción o sin ella, lo cierto es que la «cláusula» de la buena conducta como vector temporal del desempeño de la jurisdicción no es la traducción al lenguaje normativo del capricho castrador de algún perverso ogro comejueces sino una decisión soberana del Constituyente salteño, que vincula con una fuerza irresistible a todos los poderes constituidos. Y el Poder Judicial no es una excepción.
El «agravio comparativo» alegado por el doctor Catalano es realmente insólito, puesto que si alguien debe saber en Salta que los jueces de la Corte de Justicia no son solo jueces (no son unos jueces ordinarios), sino que además ejercen unas facultades políticas, administrativas, gubernativas y cuasilegislativas de extraordinaria importancia, ese alguien es él.
Los jueces de la «buena conducta» no ejercen sino la jurisdicción (el poder de resolver las controversias) y de modo muy esporádico la tutela urgente de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos (una facultad política), pero están privados de cualquier otro poder y dependen, para todo (incluso disciplinariamente) de la Corte de Justicia.
Los jueces de la «buena conducta» han debido pasar por el filtro selectivo del Consejo de la Magistratura, en donde han rendido exámenes, las psicólogas les han sometido a tests para saber si están o no en sus cabales, y en una «entrevista personal» se les ha revisado hasta debajo de las uñas, cosa que no han debido hacer ninguno de los siete jueces que ocupan un asiento en la Corte de Justicia, los que solo son seleccionados por el soberano (aunque peludo) dedo del Gobernador de la Provincia, en estrecha alianza con una Cámara de Senadores sumamente dócil y de la que, por cierto, el doctor Catalano fue distinguido funcionario durante muchos años.
Resultado: los ciudadanos no saben muy bien cuánto saben los jueces de la Corte de lo que tienen que saber para impartir justicia o gobernar el Poder Judicial; y tampoco saben bien -a no ser que se animen a descifrar sus estrambóticas sentencias- cuál es el estado real de su equilibrio psicológico.
Es evidente que, con su inoportuna pregunta, el doctor Catalano ha querido echarle un pulso dialéctico, no a sus detractores (que sería bastante fácil), sino a la propia Constitución provincial, lo cual es un poco más complicado. «¿Por qué ella nos trata así?», se pregunta el presidente de la Corte.
Pero si el doctor Catalano no está de acuerdo con lo que dice el artículo 156 de la Constitución de Salta, ¿por qué juró su cargo sobre ella? ¿Por qué prometió cumplirla y hacerla cumplir, si no estaba muy convencido de estar haciendo lo correcto?. Lo que de ningún modo es posible pensar, a estas alturas, es que un alto magistrado del Estado haya jurado su cargo con reserva mental.
Cualquiera que conozca siquiera por las tapas la larga historia institucional de la Provincia de Salta sabe también que casi todas las constituciones de Salta establecieron en su momento la duración limitada de los mandatos de los jueces del máximo tribunal de justicia. Solo la Constitución de 1949, y por razones que encuentran su explicación en el contexto político de la época, creó una Corte de Justicia integrada por magistrados sin fecha de caducidad.
Otras pelotas que quedaron colgadas en la red
De golpe, y casi sin querer, los salteños han descubierto que el presidente de su Corte de Justicia quiere durar para siempre, que es exactamente lo mismo que pretenden los jueces que han interpuesto las dos acciones populares de inconstitucionalidad contra el artículo 156 de la Constitución de Salta. Es decir, para que el límite de seis años establecido para el desempeño del cargo de juez de la Corte de Justicia sea borrado de nuestro ordenamiento.¿Es esta coincidencia simplemente casual o, al contrario, producto de un acuerdo previo entre los que han promovido la acción y quienes tienen que resolverla?
¿Es razonable que quien defiende la duración vitalicia de los jueces de la Corte sea una persona que nunca antes fue juez ni tuvo jamás la oportunidad de demostrar su «buena conducta» en un alto cargo judicial?
Coincidir con estos temerarios jueces es un poco peligroso y casi nada recomendable en estos momentos, en los que tres cuartas partes de los salteños han manifestado su rechazo a la previsible instauración de una tiranía judicial, omnímoda y descontrolada.
Nada más pisar el doctor Catalano estos pantanosos terrenos, se han producido algunas reacciones que apuntan directamente a cuestionar su actuación en el procedimiento que se ha puesto en marcha conformar el tribunal que finalmente ha de decidir la suerte de las dos acciones populares de inconstitucionalidad, después de la abstención de los siete miembros titulares de la Corte de Justicia.
Como todo el mundo sabe, asido a sus facultades legales, el abstenido presidente de la Corte pretendió integrar el tribunal con jueces de reemplazo, del orden jurisdiccional penal primero y del civil después (los mal llamados «fueros»). Su decisión ha despertado no pocas suspicacias, debido no solo a que los jueces penales de Salta mantienen con el director del sorteo una relación de estrecha amistad, sino porque han sido precisamente algunos de estos jueces amigos los que, en nombre de la sacrosanta «independencia judicial» (una virtud de la que, a parecer, carecen), han suscrito las acciones populares de inconstitucionalidad, a través de la novel asociación que los agrupa.
No es, lógicamente, la primera vez que la Corte sufre una abstención («excusación», en el lenguaje procesal argentino) en bloque. En casi todas las ocasiones anteriores, frente a una abstención masiva, los jueces llamados para reemplazar a los abstenidos provenían del «fuero afín»; es decir, del orden jurisdiccional que corresponde a la materia objeto del pleito. Si se trataba de un asunto civil, los jueces convocados eran los del orden civil, y si se trataba de un asunto penal eran sus colegas de los tribunales penales los que conformaban la Corte.
Pero tratándose en este caso de la materia constitucional, no correspondía de ningún modo que se llamara a los jueces penales primero y solo después a los civiles. Porque es sabido que todos los jueces letrados de la Provincia tienen competencia en materia constitucional; razón por la cual si, además de la materia, la convocatoria debe respetar el «grado», al sorteo para integrar la Corte de Justicia debieron concurrir todos los jueces de tribunales colegiados de segundo grado (del orden penal, del orden civil y comercial y del orden laboral).
Jueces jubilados
El gesto que quizá más ha molestado, a los abogados, a los magistrados y a los operadores jurídicos en general, es el de la inclusión en la convocatoria de tres jueces que se encuentran jubilados y que fueron repescados para el servicio activo por una decisión personal del presidente de la Corte de Justicia; es decir, sin que estos venerables señores ejercieran sus cargos con arreglo a lo que disponen las leyes y la Constitución de Salta.La convocatoria de los jubilados ha sorprendido, entre otras cosas, porque el mismo doctor Catalano, en un pleito anterior, decidió que en la Corte de Justicia -en la ocasional o en la permanente- solo pueden sentarse jueces que hayan sido regularmente designados para el desempeño de sus cargos.
Es decir, que para ejercer la jurisdicción en el más alto nivel no basta una designación por «acordada», sino que es necesario que el elegido haya pasado por el filtro del Consejo de la Magistratura, cuente con el acuerdo de la Cámara de Senadores, haya sido designado por decreto del Gobernador de la Provincia y esté sometido, como cualquier otro magistrado inferior, al jurado de enjuiciamiento. Pues bien, ninguno de estos requisitos cumplen los jueces jubilados.
Pero, pese a no cumplirlos y a la claridad de su anterior parecer, el doctor Catalano creyó haberle encontrado el agujero al mate al decir que la Corte Suprema de Justicia de la Nación «convalidó» la decisión de sentar a los jubilados en los máximos sillones judiciales, en la famosa sentencia (hoy convertida en papel mojado) que decidió el no menos famoso «amparo Von Fischer».
El caso es que la Corte Suprema no dijo una sola palabra sobre la regularidad de la conformación de la Corte de Justicia al decidir, negativamente, la suerte del recurso de queja interpuesto por un desesperado y orgulloso Consejo de la Magistratura. El alto tribunal federal no valoró de ningún modo la sentencia de la Corte provincial; una sentencia que, más que estimar el amparo de Von Fischer, lo que hizo fue responder a la urgencia política del momento dándole un barniz de legalidad al inconstitucional arrebato anulatorio del Gobernador de la Provincia, quien, como se recordará, borró de un plumazo el resultado de unos concursos, porque «no le gustó» cómo habían sido tramitados y resueltos.
Al desestimar la queja, la Corte se limitó a decir que la razón de su rechazo era simplemente que la resolución contra la que se dirigía no era susceptible de ser impugnada por la vía del recurso extraordinario federal. Nada más. Deducir de este escueto fundamento una «bendición» al desempeño de los jueces jubilados en un tribunal de conformación especial comporta una notable exageración.
El derrotado decide la suerte de una sentencia en su contra
Uno de los hechos más graves a los que probablemente hemos asistido en los últimos meses ha sido la insólita decisión del pleno del Consejo de la Magistratura de Salta, que por resolución (un simple acto administrativo) declaró de «aplicación imposible» la sentencia de la Corte de Justicia que en su día ordenó retrotraer los concursos públicos para seleccionar a los cinco jueces que se integrarán en las existentes salas del tribunal de apelación en lo civil y comercial, pero al momento exactamente anterior al dictado de la resolución 1220/2016.A pesar de la claridad del mandato judicial, que suponía que la retroacción de los concursos debía llevarse a efecto con los mismos aspirantes admitidos en el procedimiento anulado, el Consejo de la Magistratura decidió convocar a nuevas inscripciones, destruyendo con ello todas las garantías de imparcialidad y transparencia de los concursos y lesionando los derechos de los aspirantes originales admitidos.
A pesar de que el procedimiento se ha reanudado con una nueva y sangrante nulidad, no se sabe hasta el momento que algún perjudicado haya invocado este abuso de poder para lograr que los concursos se sustancien de la forma en que lo ha establecido la sentencia de 20 de abril de 2017.
Dos pronunciamientos de la Corte, incumplidos por su presidente
Es curioso que la Ley Orgánica del Poder Judicial de Salta disponga en su artículo 40 que la interpretación que la Corte de Justicia haga de los textos de la Constitución y de las leyes será obligatoria para todos los tribunales, y que, sin embargo, no lo sea para la propia Corte.Ningún Estado de Derecho en el que prime una cierta seriedad permite a un tribunal o a un magistrado ignorar sus propias decisiones, hacerlas obligatorias para los inferiores, pero libremente disponibles para quien las ha adoptado.
Lamentablemente, a estas horas, los diez diputados que promueven el juicio político del doctor Catalano deben haber tomado buena nota de la manipulación dialéctica del argumento que sostiene a los jueces jubilados y de la enorme gravedad que supone que la parte derrotada en un pleito -en este caso, el Consejo de la Magistratura- pueda libre y alegremente decidir que la sentencia que le es desfavorable resulta de «aplicación imposible», sin que nadie, por ninguna vía, pueda forzar la revisión de tan extraña decisión.
Normalidad y miedo
Aunque muchos salteños no hayan caído aún en cuenta de ello, no es para nada normal que todo un presidente de la Corte de Justicia incurra en errores técnicos de este calibre.Algunos, a los que les gusta reducir los acontecimientos a los escándalos que asoman a la superficie, piensan que las inconsecuencias del presidente de la Corte solo rebajan la calidad de su discurso y enervan los argumentos de su defensa.
Pero, otros, más responsables y menos atentos a los movimientos de la superficie, denuncian que detrás de estos aparentes «errores no forzados» se disimula una postura personal y política de frontal ataque a las instituciones democráticas y a los mecanismos de tutela de la libertad.
Y si esto es así, ¿por qué motivo aún no se han producido reacciones de mayor intensidad?
Sencillamente porque, en Salta, cualquier apartamiento de la normalidad, cualquier «aberración» provoca miedo en quienes la perciben y terror en quienes la sufren. Porque hoy por hoy es el miedo el único argumento que sostiene el poder de quienes creen que manejan las instituciones judiciales a su antojo, o que estas existen para servirles a ellos y no a todos los ciudadanos.
Superar el miedo es, pues, la verdadera asignatura pendiente de la democracia de Salta; el obstáculo a vencer si es que de verdad estamos interesados en poner los cimientos de un futuro en el que el poder no sea rehén de unos pocos elegidos y que sea la ley la que decida de qué forma solucionar nuestros conflictos y organizar nuestra convivencia.