
Ocho señores que en los últimos veinticinco años no han ahorrado esfuerzos para manipular la Constitución provincial y convertirla en un traje a medida de sus incontenibles ambiciones, se han sentado ayer alrededor de una confortable y estilizada coffee table para intentar convencerse a sí mismos y convencer al resto de los salteños de que, una vez más, se debe reformar la Constitución que nos rige.
Esta vez -nos dicen- se necesita limitar los mandatos de los gobernadores, intendentes y otros cargos importantes (excepto, por supuesto, los de los jueces de la Corte de Justicia que, según ellos, no deben tener fecha de caducidad), para rebajar los costos de la política y alcanzar de este modo los mismos objetivos «democráticos» que persiguieron en las dos reformas anteriores, pero, curiosamente, introduciendo en la Constitución las medidas exactamente inversas a las que ahora proponen.
Quizá lo más triste de toda esta escenificación gloriosa, ambientada en gruesos cortinados adamascados y sillones desparejos, no sea la avanzada edad de los protagonistas del «consenso», ni sus mágicos remedios al creciente deterioro de las instituciones de Salta, sino el hecho de que ninguno de estos señores ha insinuado la más mínima disculpa por haberse equivocado antes y permitir las reelecciones virtualmente indefinidas.
Estos ocho cerebros, encerrados en blancas y despobladas cabezas, que almacenan ideas tan viejas como el andar a pie, y que están semisujetas a hombros casposos y ya desvencijados, son los «dueños» de la Constitución de Salta, los que la mantienen prisionera en un cajón y solo le dejan respirar algo del aire libre cuando tienen que intercambiar entre ellos los papeles que a veces es inevitable hacer circular para llevar a buen puerto el atraco perfecto a los ciudadanos.
Nadie sabe con qué criterio ha elegido el Gobernador de Salta a los que iban a sentarse a su alrededor para discutir sobre la reforma de la Constitución de la Provincia. Entre los ocho sabios presentes, arrellanados en esos gobelinos goebbelianos, no había ninguno que pudiera presumir de no haber cometido pecados imperdonables, bien contra la Constitución en sí misma, bien contra el orden que ella instaura, bien contra la voluntad popular soberana. Pero son ellos y solo ellos los que, con sus culpas a cuestas, sus cojeras políticas y sus manías inconfundiblemente aristocráticas, se animan a dar lecciones a un millón y pico de salteños.
Sin ánimo de faltar a lo sagrado, se podría decir que el espectáculo al que asistimos ayer a última hora se asemeja mucho a una reunión del Arzobispo de Salta con las regentas y regentos de los más concurridos prostíbulos del bajo salteño para que sean estos y aquellas quienes se encarguen de redactar las oraciones preparatorias de la nueva Novena del Milagro.
El resultado, en ambos casos, está cantado: terremoto seguro.
Ni la Constitución de Salta necesita ser reformada en 2019, ni quienes ayer han posado sus pies sobre la indecisa (cromáticamente hablando) alfombra del Gobernador de la Provincia representan el «consenso» del que ellos mismos alardean. No se trata ya de una cuestión de «autoridad moral» -que en Salta es entendida como la menos moral de las autoridades- sino de un simple asunto de legitimidad democrática. De falta absoluta de legitimidad democrática, para mejor decir.
¿Por qué a esa reunión no han asistido o no han sido convocados Edmundo Falú, Alejandro Saravia Etchevehere, Cristina Garros, Miguel Nanni, Roque Rueda, Héctor Chibán, Oscar Rocha Alfaro, Claudio del Pla, Gustavo Sáenz o Sonia Escudero, por solo citar unos pocos nombres importantes?
¿Por qué la misma reunión ha tenido como presidentes y portavoces a los dos únicos hombres que -hasta el momento y desafiando a la historia- ejercieron el cargo de Gobernador de la Provincia durante doce años cada uno, sin que en su momento les importase, a ninguno de los dos, los límites constitucionales?
Ha sido la reunión de ocho carniceros que acaban de comerse un asado pantagruélico y que, al borde de las náuseas y entre balbuceos de coca mascada, han decidido que en el futuro no habrá carne ni embutidos para los asados de los demás. Que los que vengan después de ellos tendrán que someterse a un «corralito» de proteínas de origen animal, en forma de limitación «republicana» de mandatos. ¡Y que nos quiten lo comido!
No vamos a negarles a estos venerables carniceros constitucionales el derecho a opinar sobre una eventual reforma. Lo que sí diré, para abreviar y para que lo entiendan los menos avisados, es que lo de ayer fue una abierta y cordial invitación al pueblo de Salta a beber agua bendita de una botella violeta.
La única diferencia es que los G. Cinco -a pesar de ser solo G. Ocho- se convirtieron de golpe en G. Diez. Así funcionan, para que vean, tanto la economía de Salta como la aritmética de su deficiente democracia cuantitativa.