
Aquellos que afirman que el gobernador Juan Manuel Urtubey ha sufrido una agresión cuando salía de dar una clase en la Universidad de Salta no tienen toda la razón en lo que defienden.
Los políticos sensatos no van pavoneándose por las universidades; muchas veces por respeto a la libertad de cátedra y pensamiento, pero en muchas ocasiones también porque saben que los claustros universitarios son, para ellos y para la gran mayoría de sus colegas, «territorio comanche».
Como han escrito quienes se dedican a estudiar las raíces de este particular fenómeno, políticos y universidad forman la mezcla perfecta para los escraches.
En diferentes momentos de sus carreras, han sufrido abucheos y boicots en las aulas universitarias líderes como François Hollande, Felipe González, Tony Blair o Margaret Thatcher.
Pero si el Gobernador de Salta quiere ejemplos más cercanos, podría fijarse en la larga lista de políticos mexicanos escrachados por estudiantes universitarios, dentro de los mismos claustros.
Le ha pasado al actual presidente Enrique Peña Nieto (cuando en plena campaña visitó la Universidad Iberoamericana y tuvo que salir corriendo de las instalaciones); al expresidente Luis Echeverría (que fue literalmente echado de la UNAM en 1975); al excandidato a la Presidencia por el PAN, Diego Fernández de Ceballos (al que atacaron a huevazos); al líder del PRD Cuauhtémoc Cárdenas (en 2002 fue objeto de un escrache con pancartas); al entonces candidato Felipe Calderón (también abucheado en la Universidad Iberoamericana); al presidente Carlos Salinas de Gortari (a quien no abroncaron en México sino en la London School of Economics, de donde tuvo que salir escoltado por guardias de seguridad), o al embajador mexicano en Suiza, Jorge Castro-Valle Kuehne (que no fue abucheado sino interrumpido por estudiantes hispanoamericanos que manifestaban su apoyo a los familiares de los normalistas desaparecidos en Iguala).
Sea que la ira de los estudiantes esté justificada o no, lo razonable y sensato es que los políticos no cometan la irresponsabilidad de ir a coquetear con los universitarios, al menos no sin tener previsto un plan B de evacuación controlada.
Esto es precisamente lo que no hizo en la noche del pasado miércoles el Gobernador de Salta, quien pensó que la UNSa (un centro de estudios altamente politizado) era algo así como la extensión del patio trasero de su casa y que la confianza ciega del decano de la Facultad (otro irresponsable como él) constituía una especie de seguro de vida para atravesar indemne aquellos pasillos.
Desde luego, no se puede aplaudir la actitud de quienes lo increparon a gritos y le cortaron el paso. Las discrepancias en una sociedad democrática se resuelven normalmente mediante el diálogo sosegado y libre y no a los gritos. Pero sea que se simpatice o no con aquella forma de protestar, parece a todas luces inconveniente que un Gobernador acuda a un compromiso de riesgo (su presencia en la universidad lo era) sin escolta. Aquí no vale decir «¡Oh! ¡Qué valiente!» o «¡Qué cercano al pueblo», sino mejor «¡Qué pedazo de irresponsable!».
Al Gobernador le faltó, no coraje (pues probablemente lo tiene), sino inteligencia emocional para bajarse del vehículo, encarar con autoridad a quienes le protestaban, mirarlos de frente e invitarlos a dialogar en un lugar y en un momento adecuados. ¿Es que tenía miedo que lo aguaicaran? Probablemente, pero llegado el caso, al Gobernador le faltaron recursos para llamar inmediatamente a la Policía, que es lo que en definitiva debió haber hecho cuando los manifestantes se le echaron encima del capot.
Al contrario, lo que hizo el Gobernador en su desesperación fue intentar amontonarlos con el paragolpes de su vehículo, como si fuesen reses en una yerra, mientras se empeñaba en responder a los gritos empleando un tono desafiante e inadecuado, no solo para su investidura sino también para el momento que se estaba viviendo.
En casos como estos, y en la inmensa mayoría de los casos, la violencia no se debe responder jamás con violencia, si es que de verdad se quiere acabar con ella.
El incidente de la noche del miércoles, más que terminar con una denuncia a los estudiantes, debe zanjarse con la inmediata dimisión del decano de la Facultad de Económicas, que fue quien tuvo la infeliz idea de llevar a las aulas al Gobernador, designándolo profesor, a sabiendas de tres cosas: (1) que el señor Urtubey no tiene experiencia docente acreditada, (2) que los profesores regulares de esa universidad son sometidos a pruebas durísimas para ganarse sus cargos, y (3) que, como político en ejercicio (con más de diez años de desempeño del mismo cargo y una pesada carga de controversias sobre sus espaldas), la presencia en la universidad del gobernador Urtubey, más que una aportación al conocimiento de la ciencia jurídica, es una franca invitación a la insumisión, a la protesta y, llegado el caso, a la falta de respeto hacia las instituciones.