Defendemos la Constitución de los jueces pero no de los políticos

  • Cuando la Constitución, o los valores que ella integra, son atacados por los políticos, nuestra tolerancia a sus abusos constitucionales es mucho mayor que cuando la ofensa proviene de los jueces. ¿Cuál es el motivo de esta diferencia?
  • La doble vara de medir

Durante los últimos diez días hemos asistido con sorpresa a una reacción en cadena de la sociedad salteña; una especie de ciclogénesis explosiva que, en apariencia, ha sacudido la pereza intelectual de aquellos que llevaban décadas durmiendo una profunda siesta a la sombra de la comodidad que proporciona el poder.


El desencadenante de esta tormenta perfecta ha sido la promoción por parte de algunos jueces de dos acciones de inconstitucionalidad cuyo objeto es que la Corte de Justicia de Salta declare inconstitucional un precepto de la misma Constitución que le ha conferido su alta autoridad. Algo así como obtener un permiso escrito para matar al padre y a la madre, juntos.

En contra de lo que calculaban aquellos que orquestaron esta operación corporativa, endogámica y opaca, la sociedad salteña ha reaccionado con una coherencia y una firmeza pocas veces vistas, a la vez que con un sentido de la unidad que pone en entredicho todas las teorías que hasta aquí han intentado justificar nuestras divisiones y nuestros desencuentros.

Si tomáramos una instantánea en estos momentos, a buen seguro experimentaríamos la sensación de estar parados frente a una sociedad sólidamente cohesionada alrededor de determinados valores constitucionales, como la limitación del poder, la temporalidad de las magistraturas del Estado, la transparencia de los actos de los poderes públicos o la rendición periódica de cuentas de quienes ejercen el poder.

Pero pensar así sería engañarnos a nosotros mismos, pues la primera de las enseñanzas que debemos extraer de esta contundente reacción cívica es que los salteños -algunos salteños, para mejor decir- son capaces de defender la Constitución que nos rige con maternal ferocidad, pero solo cuando quienes la atacan pertenecen a la siempre mal avenida corporación judicial, y no en otros casos.

En otras palabras, que cuando la misma Constitución, o los mismos valores que ella integra, son atacados por los políticos -sean los que gobiernan, los que ejercen la oposición o los encargados de hacer las leyes- nuestra tolerancia a sus abusos constitucionales es mucho mayor que cuando la ofensa proviene de los jueces.

¿Por qué?

Una explicación posible, y fácil, sería la de que percibimos a los jueces como esos señores inflexibles y circunspectos que no nos permiten a nosotros cometer ninguna picardía. ¿Por qué motivo entonces tendríamos nosotros que permitirle a ellos que las cometan?

¿A quién en su sano juicio se le ocurriría hacer la vista gorda si esa jueza de familia de la voz potente decide estacionar en doble fila? A personas que hacen ostentación de tanta autoridad es mejor despellejarlas vivas cuando cometen algo indebido.

Esa misma explicación dice que los políticos tienen, en general, más mano izquierda, y que por ello mismo entablan una relación especial con las leyes -incluida la Constitución- que no es exactamente la que vincula a los jueces con el Ordenamiento jurídico.

Los políticos, por decirlo de algún modo, disfrutan de nuestro permiso para «travesear» la legalidad vigente, para acomodarla a su gusto y a sus necesidades, porque cuando nosotros, los ciudadanos de a pie, necesitamos hacer algo como eso, no se nos ocurre recurrir a un juez para que nos ayude a hacer trampas, sino que preferimos buscar el auxilio de un político, porque entendemos que los de su especie son más permeables cuando la necesidad aprieta.

Hay quien sostiene que los jueces no pueden atreverse a modificar por las suyas las Constitución, hacerlo en su propio beneficio y de espaldas a los ciudadanos, porque «ellos han jurado la Constitución que se proponen abrogar».

Pero este argumento no sirve para explicar nada, porque tan solemne como el juramento de los jueces a la Constitución ha sido el del Gobernador de la Provincia, el del Vicegobernador, el de los ministros y secretarios de Estado, el de los diputados y senadores provinciales o el de los intendentes y concejales.

Alguna explicación debe de haber para que Dios, la Patria, los gauchos de Güemes y la Cofradía del Perpetuo Socorro demanden enérgicamente a los jueces su potencial incumplimiento, y al mismo tiempo guarden un prudente silencio (o suspiren un condescendiente ¡y bué!) cuando los incumplimientos son cometidos por el Gobernador o por su ilustre lugarteniente.

Probablemente la explicación que más se aproxima a la verdad es la que dice que los jueces, en general, son percibidos como unos comodones encorbatados que cobran unos sueldos que quitan el hipo; unos señorones que, a diferencia de los políticos (que a veces cobran lo mismo, o incluso más) no se mezclan con el populacho, juegan al golf, no asisten (salvo de icógnito) a las procesiones, no se calzan las botas de goma en las inundaciones, no reparten bolsones en los barrios, ni besuquean a las dueñas de las improvisadas unidades básicas.

Es esta, por supuesto, una caricatura del mundo judicial, donde no todo es color de rosa, pero tampoco todo huele a podrido, como en la Dinamarca de Hamlet. El error en que caemos a menudo está propiciado por la idea -forjada a veces por los mismos magistrados- de que los jueces encarnan la integridad del sistema judicial, cuando en una mayoría de casos son sus principales enemigos.

Dicho lo anterior, sería injusto no decir que hay en Salta jueces honrados, capaces, estudiosos, independientes y ecuánimes. No hay motivos para creer que todos ellos son enemigos jurados de la Constitución y del pueblo que la ha adoptado, y que a todos les interesa por igual asegurar el éxito las operaciones corporativas en curso para blindar sus cargos y sus sueldos.

Lo que es indudable, sin embargo, es que a los jueces les permitimos menos que a otros funcionarios del Estado. A quienes sentimos más próximos (los políticos) les permitimos que jueguen con la Constitución como mejor les dé la gana, pero a esos señores tan diferentes a nosotros (tan «léidos» y leguleyos) como son los jueces, no tenemos por qué permitírselo. Faltaría más.

Hace pocos meses, el gobernador Urtubey intentó dar un golpe a la Constitución al enviar a la Legislatura (cuyas mayorías controla a voluntad) un proyecto de ley para obligar a los gobernadores que le sucedan que mantengan en el cargo a los jueces que él designó durante los últimos diez años, sin posibilidad de escapatoria.

Por algo bastante parecido a esto, el insigne Carles Puigdemont hoy está jugando al ping pong con otros presos en una cárcel del Estado de Schleswig-Holstein, en Alemania.

En resumen; que si en esta escogida ciudad en la cual el Señor del Milagro ostenta su amor somos capaces de movilizar tantas energías intelectuales y conseguir que se despierten de su letargo esas mentes brillantes pero intermitentes, que todos sabemos que existen pero muchas veces ignoramos dónde están o por qué no se manifiestan, debemos ser capaces también de exigir el cumplimiento leal y cabal de la Constitución; pero no solo a los jueces (por el mero hecho de ser jueces) sino también a los políticos en ejercicio y a los ciudadanos comunes.

Yo me permito dudar de la sinceridad de aquellos que en estos diez días han salido como fieras a denunciar el abuso de poder de los jueces de la Corte, pero que en el pasado reciente callaron frente a las maniobras de los dos últimos gobernadores de la Provincia para eternizarse en el cargo. Los que toleraron, propiciaron o aplaudieron los descarados movimientos que llevaron a inutilizar a los órganos de control independientes y plurales previstos por la Constitución, los que callaron frente a la magnanimidad engañosa del Gobernador, convertido en intérprete y ejecutor directo de los mandatos constitucionales; frente a los abusos del Poder Ejecutivo que ha reformado de facto la Constitución para que las libertades y derechos no se disfruten con arreglo a una ley que no existe, sino a la voluntad graciosa del Gobernador que todos los huecos llena; y frente a la vergonzosa renuncia de los miembros de las dos cámaras de la Legislatura a ejercer como auténticos representantes de la soberanía popular, en beneficio de los intereses personales del Gobernador de la Provincia.

Todo eso está fuera de la Constitución, y no me caben dudas de que lo habríamos denunciado con una gran energía si estos abusos hubieran sido cometidos por jueces, a quienes no hubiéramos vacilado en enviarlos a la hoguera.

Para mí y para un número reducido de salteños con un elevado sentido del decoro personal, como la senadora Sonia Escudero, la defensa de la Constitución no admite criterios coyunturales de oportunidad y conveniencia. O se está con la Constitución o se está en contra de ella, sin que a estos efectos nos deba importar la cara, la ropa o el sueldo de quienes amenacen su integridad y pretendan que los salteños retrocedamos cincuenta años en materia de derechos y libertades.

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