
A excepción de las veneradas momias del Llullaillaco, que se conservan a lo Walt Disney en unos estupendos sarcófagos de cristal sometidos a temperaturas propias de la alta montaña, el resto de las momias de Salta encuentra serias dificultades para enfrentar el duro desafío del tiempo cronológico.
Es particularmente crítica la situación de las momias vivientes de la política, categoría a la que no se accede por edad, sino después de rellenar algunos formularios y someterse a peritajes que acrediten padecer la enfermedad del inmovilismo mental y, su aliado sindrómico: el mal del conformismo.
En el otoño de su existencia vital, las momias vivientes de la política salteña aspiran en su fuero más íntimo a alcanzar la misma veneración de que son objeto las del Llullaillaco, con la diferencia de que mientras las pequeñas cabezas de estas últimas han sido machacadas a base de golpes de piedra en sacrificios rituales, las enormes cabezas de las primeras, aunque despobladas (de pelos tanto como de ideas), todavía lucen brillantes y ovaladas, y hacen todo lo posible por mantenerse activas, al ritmo que marcan las últimas y más rabiosas tendencias de la gerontología.
Para ser una momia política en Salta basta con negarse a aceptar que todas sus batallas -salvo la que se libra contra la propia muerte- están perdidas. Desde las locuras aún irresueltas de la sinrazón política de los años setenta, hasta la complicidad más o menos desembozada con los delirios populistas de los años ochenta, pasando por el desguace feroz de los derechos de ciudadanía de los noventa, la autarquía suicida de la década kirchnerista y cuantos otros combates hayan podido librar -metafóricamente hablando- estos magníficos héroes de las sucesivas campañas al desierto.
Alguno de ellos tiene la suerte de que le ha tocado un ministerio, que, para su beneficio, ya era decrépito e inútil mucho antes de que jurara pomposamente desempeñarlo «con lealtad y patriotismo».
A veces se organizan -entre ellos- homenajes afectados y solemnes para recordar sus hazañas de otros tiempos, cuando no aprovechan los organizados a los fallecidos, pero no para destacar las virtudes del ausente, sino para exaltar a los vivos (habría que decir «vivientes», porque lo de «vivos» se puede interpretar como un elogio), rememorar sus glorias pasadas y destacar lo excelentes, visionarios y precursores que hemos sido cuando en Salta se vivía mucho peor de lo que se vive ahora.
Sería bueno que los ciudadanos activos de Salta, los que sintonizan determinados programa de radio y televisión, no perdieran de vista de que cuando una de estas momias toma la palabra, no solo habla el pasado por sus labios, sino que lo que adopta la forma del verbo es la derrota.
Digámoslo claro: son señores derrotados; prolijos, aseados, nostálgicos, pero derrotados, en cuerpo y alma.
Y no es que hayan sido vencidos por Kennedy, Churchill, Napoleón, Roosevelt, Stalin, Hitler, Mao, Willy Brandt o por el Duque de Wellington. Los ha vencido Urtubey, que es lo mismo que decir que el París Saint-Germain ha sucumbido por goleada ante Unión Huaytiquina, en el mismísimo Parque de los Príncipes.
Ha sido Urtubey el que los ha desalojado del campo de batalla. A todos ellos, incluido al que tiene ahora de pensionista en el gobierno. Y lo más llamativo de todo es que lo ha hecho con escasa astucia; es decir, con la máxima astucia que el Gobernador es capaz de poner en práctica. Volviendo al símil futbolístico, es como si los amateurs de Unión Huaytiquina le hubieran juntado la cabeza a Neymar, a Mbappé, a Cavani, a Di María y a Verratti, sin apenas sudar la camiseta.
Felizmente, si uno se anima a observar el panorama local con cierta distancia, podrá ver que, a pesar de esta derrota aplastante y barata, Urtubey está todavía muy lejos de proclamar la victoria y considerar que ha rendido a la sociedad sus pies. La suya es, por así decirlo, una hegemonía penosa y esforzada, sujeta perennemente a condición resolutoria.
A pesar de ello, las momias, que no se inquietan ya ni cuando tiembla la tierra, podrán seguir calentado sus chaises longues proustianas y cultivando su demencia senil disfrazada de intelectualidad francófila, mientras lanzan tímidos llamados a la restauración bajo el lema «volvamos a las esencias». Pero ¡cuidado!, ya que por debajo de esas alfombras babilónicas que con verdores asombrosos crecen en las faldas de sus montañas privadas, bulle una sociedad enérgica de seres humanos activos, que todos los días se interroga acerca de las causas más profundas del periférico y marginal destino secular de esta tierra tan variada y tan ingrata.
Para ellos, ni Urtubey ni las momias tienen respuestas, de ninguna naturaleza. Pero de seguir las cosas como van, ellos mismos -los salteños insatisfechos- encontrarán las respuestas que buscan; y si a esa aterradora posibilidad le sumamos que en algún momento estos inquietos y contestatarios ciudadanos pueden encontrar también un líder, la cosa puede ponerse muy fea, tanto para Urtubey como para las momias.
Algunas de estas, una vez que han entonado sin complejos su mea culpa y expiado parte de sus pecados de juventud con tributos extemporáneos al que antes consideraban la encarnación del demonio, se han asegurado de que, cuando mueran, El Tribuno les publicará el obituario que hace solo algunos pocos años atrás un malvado director les negaba. Cuando ese día comience a levantarse por el sutil y desparejo horizonte de nuestros cerros, sabremos por fin que las momias, que tanta incomodidad y desasosiego nos han causado durante décadas, han encontrado finalmente su lugar en el mundo, que no es otro que la diestra perpetua de aquel que desde el bronce y con el poncho al hombro mira con satisfechos ojos metálicos cómo la miseria crece sin remedio del otro lado de la avenida.