
Parece que al fin el Gobernador de Salta ha decidido salir del armario ideológico. No ha sido fácil para él, seguramente, pero le ha bastado que el traicionero inconsciente freudiano le jugara una mala pasada mientras estaba haciendo lo que más le gusta -dar entrevistas televisadas- para que su alma errante quedara desnuda y desguarnecida ante el gran público.
La frase que enterró a Urtubey en el fango de la vergüenza política («es paradójico ver que perdieron todo y al lado no perdieron casi nada, porque no tenían casi nada») ha servido, felizmente, para mucho más que un entierro prematuro.
Por más alejado que pueda estar de la razón, del sentido común, de la oportunidad o de la conveniencia, un despropósito sirve siempre para quitar las capas de hollín o de moho que cubren la realidad de las cosas. En este caso, sirve para descubrir en el autor de la ignominia una inequívoca actitud cultural de supremacía racial. Y aunque la cualidad no sea muy buena, sí es muy bueno para los salteños descubrirla.
Que quien haya pronunciado semejante frase sea un gobernante con una altísima responsabilidad política es casi lo de menos. El problema no es político; o no solamente es político: es fundamentalmente humano, o si se prefiere, humanitario.
La aporofobia -término acuñado por la filósofa valenciana Adela Cortina- no solo define el desprecio y el rechazo a las personas pobres o desfavorecidas, sino que también sirve para calificar esas actitudes superficialmente empáticas con los que menos tienen o peor pueden defenderse en la vida, que en el fondo esconden una actitud de supremacía del pudiente bajo la máscara de la conmiseración.
El que se lamenta de la escasa pérdida del pobre, porque el pobre poca cosa tiene, nos está diciendo algo más significativo que no requiere de la descodificación de un experto en semiología para desentrañar su verdadero significado: «hubiese sido mucho más lamentable que perdieran casi todo los que, como yo, casi todo tienen». Es cuestión de darle vuelta al argumento para darse cuenta de su imperdonable crueldad.
Como Moctezuma o el cardenal Hipólito de Medicis, el Gobernador de Salta tiene, en las selvas del noreste de la Provincia, un zoológico humano particular: una colección de personas de diferentes etnias, que hablan diferentes idiomas, a las que se acostumbra a exhibir en su estado natural, de vez en cuando, como si fuesen seres poco comunes o entes, y a los que, bajo la increíble excusa de respetar su preexistencia y su particularidad cultural, se deja alegremente que vivan como animales, en una pobreza que avergüenza, no ya al gobernante que lo tolera, sino a todo el género humano.
El zoológico de gente produce dividendos, normalmente electorales, pero también de construcción de imagen, puesto que las desgracias que se abaten sobre estas personas permite a los que gobiernan romper de vez en cuando la monotonía de la comunicación diaria y sorprender a las grandes audiencias instalando la falsa sensación de que los gobernantes afligidos se ocupan de aquellos. Pero como objetos de exhibición, nunca como personas humanas y menos como ciudadanos portadores de derechos.
Probablemente, la parte más vergonzosa del pobrísimo discurso del gobernador Juan Manuel Urtubey sobre los inundados del norte de su Provincia es aquella en la que dice, con una soltura que pone los vellos de punta, que «esta gente» tiene luz y agua desde hace unos dos años.
No corresponde ahora preguntarse qué es lo que tenían o cómo vivían nuestros conciudadanos del norte antes de los dos años a los que se refiere el Gobernador, quien por cierto a veces no se acuerda bien que lleva gobernando más de diez. Sería muy fácil hacer sangre con este dato. Lo que hay que poner de relieve ahora es que los perros que viven en el adoptadero municipal lindante con el vivero de la calle Gato y Mancha de la ciudad de Salta tuvieron agua y luz mucho antes que las personas a las que el Gobernador llama «sus hermanos».
Nadie puede ofenderse por calificar como supremacismo racial a la actitud de poner énfasis en las diferencias culturales entre los supuestos miembros de la civilización occidental y aquellos cuyo estilo de vida es mucho más primitivo. Si no llamamos a las cosas por su nombre, corremos el riesgo de confundirnos, de confundir a los demás y de resolver nuestros problemas de una manera equivocada.
No es nuevo que en Salta viven aborígenes y que son pobres en su mayoría; como lo es una enorme cantidad de personas que no son consideradas oficialmente aborígenes. Lo que nos hermana a unos y otros es la pobreza, no el color de la piel. Quizá su situación de exclusión no se pueda resolver fácilmente o en poco tiempo. Lo que no se puede tolerar, de ningún modo, es que alguien los coloque en un escaparate para señalar sus particularidades y subrayar sus rasgos negativos, como suele hacer el gobierno que dirige el supremacista señor Urtubey.
La frase que el Gobernador dedicó a los inundados pobres es solo una gota más que se añade al vaso de la vergüenza en el que ya flotan el desvarío de un ministro suyo que hace un tiempo culpó de la malnutrición a los «pobres que quieren seguir siendo pobres» y el gesto despreciativo del propio Gobernador (y accidentalmente el de su esposa) que acusaron de fingir y de tirarse al suelo a un «pueblo originario» que en abril de 2016 se retorcía de dolor por la fiebre chikungunya en un hospital público desbordado de enfermos y sin medios materiales ni humanos para atenderlos dignamente.
Algunos pueden pensar -y de hecho lo hacen- que si la nación más poderosa de la Tierra está gobernada por un supremacista blanco, ningún problema debería haber en que Salta tuviera un gobernante con la misma tara. El problema es que el supremacista del norte no oculta su clasismo y su desprecio por los sectores menos favorecidos, mientras que el supremacista del sur se disfraza de progresista bueno y peregrina por los platós de televisión pregonando aquella peligrosa teoría de la belleza del padecimiento y que dice que en el indigno espectáculo de la pobreza, en el sufrimiento humano, hay algo hermoso que agrada a Dios. Así lo pensaba y lo practicaba la Madre Teresa de Calcuta, modelo de virtudes y de santidad del Gobernador de Salta, según sus propias palabras.
Afortunadamente, el juicio moral ya no solo está en manos de los salteños. Antes se podía manipular con cierta facilidad las opiniones y las decisiones de nuestros comprovincianos, pero ahora es bastante más difícil hacerlo, desde el momento en que lo que pasa dentro de nuestros límites -desde los crímenes contra las personas hasta los crímenes contra los bosques- tienen repercusiones instantáneas fuera del territorio y movilizan raudales de conciencias bastante más despiertas e inquietas que las nuestras. Y cuando algo como esto sucede, la figuración, la sanata y los millones no alcanzan para tapar el agujero de la vergüenza de los zoológicos humanos a cielo abierto.