Los síntomas de agotamiento de un gobierno sin reflejos

  • El gobierno que dirige Urtubey a golpes de Whatsapp ha perdido esa chispa esencial y espíritu creativo que necesita cualquier equipo que aspire a tener éxito en la gestión de los asuntos públicos.
  • Tiempo de reflexionar en la necesidad de una retirada controlada

Diez años es mucho tiempo para el ejercicio del poder democrático, pero lo es mucho más para el poder que se ejerce sin controles por parte de la ciudadanía. El desgaste en este último caso es inexorable.


El derecho a gobernar, que surge de las urnas, tiene un límite muy concreto en la responsabilidad del que gobierna. Esto quiere decir que cuando el elegido advierte que su legitimidad es insuficiente para hacer las cosas bien y que sus errores e imprevisiones dañan al conjunto de la sociedad, su deber es dimitir, sin esperar a que concluya su mandato.

El gobierno de Juan Manuel Urtubey hace agua por los cuatro costados y esta no es una metáfora que tenga que ver con el desbordamiento del río Pilcomayo. Un gobierno debe comenzar a pensar seriamente en dejar paso a otra elite cuando los parches que aplica son demasiado evidentes, no cuando comienzan a dar malos resultados.

El Gobernador de Salta podría haber llegado a este punto crítico de su carrera política con un bagaje de experiencia más útil para sus conciudadanos, pero resulta que en estos años solo parece haber acumulado picardía, talento para la rosca, deseos de figurar y ambición por permanecer, que si se entienden como virtudes (no falta quien las considere así) solo le sirven a él y a su imagen, pero no a quienes necesitan que su Gobernador resuelva los problemas colectivos.

El gobierno que dirige Urtubey a golpes de Whatsapp ha perdido esa chispa esencial y espíritu creativo que necesita cualquier equipo que aspire a tener éxito en la gestión de los asuntos públicos. Lejos queda el 2007, cuando Urtubey y un grupo bastante reducido de seguidores se planteó transformar de raíz la política de Salta. A poco de empezar, el Gobernador se dio cuenta de que la única manera de mantenerse en el poder y de sobrevivir en la jungla era ceder espacios a las fuerzas conservadoras de las sociedad (los grupos religiosos, los gauchos, los artistas que viven del presupuesto, las comparsas, los pseudoindígenas y la corporación judicial).

Su alianza con las feministas, los transexuales y algunos sectores marginales de la pseudoizquierda lugareña terminó con todos ellos rendidos a las decisiones reaccionarias del Gobernador. Prueba de ello es la escasa contestación de las feministas a los decretos provinciales que judicializaron el acceso a los abortos no punibles, luego de la histórica sentencia de la Corte Suprema de Justicia.

Urtubey sigue aferrado al guión que alguien le dijo tiene que seguir para impulsar su imagen, pero como Gobernador se ha convertido en un auténtico cero a la izquierda: porque no está cuando debe, ni en los lugares en los que su presencia se requiere y porque las decisiones más importantes de su administración han sido delegadas en aficionados que acostumbran a correr como gallinas sin cabeza cuando los problemas los abruman.

Los incondicionales más fervorosos del Gobernador calcularon que las elecciones de octubre de 2017 iban a catapultar a su jefe a Buenos Aires, pero la realidad de las urnas primero, y la de la naturaleza después, han descabalgado al líder de los aviones y lo han devuelto, para su pesar, a los agrestes márgenes del Pilcomayo, muy lejos de las luces Buenos Aires y más lejos aún del photocall de Davos.

El síntoma más evidente de la inevitable descomposición es la degradación del lenguaje de la comunicación pública. Lo que en 2007 sonaba vagamente a reformas y a afirmación de la democracia, en 2018 tiene un significado completamente diferente. El ingenio verbal de los primeros meses de gobierno ha sido sustituido por una catarata de lugares comunes, de diagnósticos vulgares, de discursos huecos y de respuestas esquemáticas. Si es que el gobierno de Urtubey alguna vez tuvo un momento fulgurante, lo que está claro es que seguramente no es este.

El otro síntoma que denuncia a gritos la degradación política e institucional que afecta a la gestión pública es el constante descenso de la capacidad técnica (por no decir nada de la política) de los principales colaboradores del Gobernador. Con el tiempo y las sucesivas crisis de gobierno, Urtubey se ha ido apoyando en hombres y mujeres cada vez menos dotados de cualidades, como si el Gobernador hubiese tirado la toalla y fuese cada vez menos exigente en materia de recursos humanos.

Cuando todo esto se junta, de nada vale el porcentaje de votos de las últimas elecciones a Gobernador. La mayoría no es un argumento ni una justificación para seguir gobernando. El gobierno, cercado por sus propios fantasmas, parece incapaz de ver su propia incapacidad, se refugia en lo conocido y se resiste a todo aquello que está por conocer. Urtubey no quiere dejarlo porque íntimamente siente que él es, en sí mismo, un proyecto inconcluso y que cuando le toquen las cartas buenas demostrará lo que vale.

Pero no es así como funciona la democracia. A las cualidades hay que demostrarlas en los momentos oportunos, y el de Urtubey, claramente, ya ha pasado, por mucho que el largo ejercicio del poder lo haya convertido en un pequeño sabio. El que no haya sabido o podido hacer brillar esa sabiduría no es un problema de los salteños: es un problema de Urtubey, y él tendrá que aprender a vivir con ello.

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