
El triste «fin de ciclo» del largo y tedioso gobierno de Juan Manuel Urtubey está permitiendo a miles de salteños elaborar conclusiones críticas y razonadas sobre el sistema de gobierno que nos hemos dado.
Una de las primeras conclusiones -quizá la más evidente- es que los apetitos de poder, la ilustración de las elites o la juventud de los gobernantes no son argumentos válidos ni suficientes para gobernar una sociedad crecientemente compleja; que los que han pretendido gobernar a sus semejantes con tales argumentos han fracasado rotundamente y que Salta no es hoy ni mejor, ni más justa, ni más próspera de lo que lo era hace treinta y cinco años.
Se podría decir ahora -ya sin miedo a cometer ningún error- que las actuaciones del gobierno de Urtubey, a lo largo de los últimos diez años, constituyen un compendio casi perfecto de todo lo que no se debe hacer. Hago esta afirmación con pleno respeto hacia quienes han obrado convencidos de estar prestando un servicio a su prójimo y hacia aquellos que, aun perseverando en el error, han hecho esfuerzos y sacrificios por defender su visión de la sociedad y la política.
Este respeto es sin dudas menor cuando hablamos de aquellos que han antepuesto el cálculo, el apetito de poder, los deseos de figuración y las tentaciones frívolas a su vocación de servicio. Y directamente es cero respecto de aquellos que descaradamente han usado la política para su enriquecimiento personal o familiar.
Sé que muchos interpretarán esta valoración mía como un ataque frontal al gobierno, o a la figura del gobernador Urtubey, y que lo harán despiadadamente por más que me empeñe en decir -o incluso consiga demostrar- que no se trata de un ataque y menos de un arrebato de inquina personal hacia una persona con la que jamás he cruzado una palabra ni tengo motivos particulares para aborrecer.
De lo que se trata, simplemente, es de hacer el ejercicio de sacar buenas enseñanzas del desastre, algo que la historia reciente de la humanidad ha demostrado que es posible. ¿Por qué no intentarlo en Salta?
Desde luego, no pretendo erigirme en el supremo intérprete de aquellas enseñanzas como tampoco está en mi ánimo sugerir soluciones a mi gusto. No tengo más responsabilidad política que la que tiene cualquier ciudadano común, por lo que mi aspiración se reduce a alimentar la esperanza de que aquellos que sí la tienen reflexionen, hagan balance de los últimos veinticinco años e intenten aproximarse a la raíz de los problemas que a todos nos aquejan.
Como estos problemas son muy variados y complejos, y además tienen diferentes niveles de importancia, me limitaré a citar aquí tres de los que considero más importantes o más urgentes de resolver.
Gobierno y Administración
Buena parte de nuestros males proviene de que no hemos sabido distinguir entre estas dos actividades. Y no lo hemos hecho por la razón de que la persona que aparece como el máximo responsable de ambas esferas se ha empeñado, por conveniencia o por cálculo político, en confundirlas a su gusto.Urtubey ha destruido la administración pública, entendida como ese ente impersonal, profesionalizado, ecuánime y respetuoso de la ley que se ocupa del despacho diario de los asuntos del Estado. Lo ha hecho al permitir de forma consciente y deliberada que la política penetre sin controles las estructuras administrativas, y que lo haga hasta unos niveles tan bajos que aquel órgano -en teoría técnico e imparcial- ha llegado a convertirse en un aparato enorme pero extremadamente flexible y dócil a los intereses y deseos del poder de turno. La Administración del Estado, cuando sirve solo a una parcialidad política, cuando se preocupa más por satisfacer las necesidades del jefe que las de los administrados, deja de ser útil para los ciudadanos y ya no es capaz de cumplir las funciones que la Constitución le asigna.
Una Administración politizada y cuyos cuadros se alimentan continuamente de personas que adquieren estabilidad en el empleo sin demostrar su idoneidad en procedimientos objetivos regidos por los principios de igualdad, mérito y capacidad, es difícil de reformar, pero no imposible.
Si Urtubey -y antes Romero- han conseguido convertir a cada escritorio en una Unidad Básica, la solución pasa por recorrer el camino inverso y deshacer esa construcción utilitaria; es decir, por poner límites a la politización partidaria de la Administración del Estado, evitando la designación de agentes temporarios en cualquier tramo de la escala administrativa, reduciendo los cargos de confianza, limitando el número de ministros, secretarios y subsecretarios, y formulando un plan de carrera para los empleados públicos en el que ocupe un lugar preponderante la formación continua. Por supuesto, nada de esto sería posible si al mismo tiempo el gobierno se empeñara en seguir avasallando la libertad sindical mediante el tejido de alianzas políticas coyunturales con unos sindicatos (y la confrontación con otros menos simpáticos), y mediante la compra de sus dirigentes con prebendas.
Qué hacer con los pobres
La pobreza en Salta se ha venido agravando sin remedio durante los últimos años. Lo dicen las frías cifras de la contabilidad social nacional y lo confirma la realidad cotidiana de nuestros pueblos y ciudades, en donde se viven situaciones escandalosas, hirientes e inhumanas.Frente a este fenómeno, la respuesta del poder ha sido, en términos generales, unidimensional: «El de los pobres es un problema que tenemos que solucionar nosotros, que somos los que sabemos».
El mensaje no podría estar más claro: «Los pobres son pobres porque no saben cómo salir de la pobreza. Solo nosotros sabemos lo que necesitan y se lo daremos».
No es mi intención minimizar la influencia o la responsabilidad que tienen las clases más acomodadas en relación con el fenómeno de la pobreza extendida, pero sin dudas la mejor respuesta a la crisis social es que las decisiones que se adoptan para resolver problemas que conciernen a todos sean adoptadas por todos, y no por una minoría ilustrada.
En este sentido, la verdadera «inclusión» no consiste en regalarle cuatro chapas a los pobres para que techen el rancho o colocar carteles bilingües en las oficinas judiciales de Tartagal, sino en incorporarlos decididamente y sin complejos al circuito de las decisiones políticas colectivas. En una palabra: en reconocerles su lugar de ciudadanos, un estatus que excede con creces el de «persona necesitada» y, por supuesto, desbordan la indignas caricaturas de «pueblos originarios» o «comunidades indígenas».
No es una cuestión de coeficiente intelectual ni de pertenencia étnica sino de sentido común democrático. Las personas más vulnerables de la sociedad necesitan poder decidir ellos mismos (en acuerdo con los demás) su propio futuro. La idea de imponerles la «inclusión», en forma de chapas, de colchones, de puestos sanitarios, de playones deportivos, de bolsones de alimentos o de comisarías periféricas, es mesiánica. Dejemos que las personas que más necesitan de la solidaridad de los otros nos digan libremente de qué manera desean que la sociedad las tenga en cuenta. Estoy seguro de que si les preguntamos respetuosamente sobre sus deseos de «inclusión» ocho de cada diez nos dirán que no quieren dádivas del gobierno y que prefieren tener un protagonismo más activo en la adopción de las decisiones fundamentales que afectan a su vida y a la de sus familias.
Lo que no se puede tolerar es que haya funcionarios a sueldo del Estado que como única respuesta al fenómeno de la pobreza decidan que lo mejor es gastar dinero público en la organización de fiestas infantiles, pintacaritas, inflado de globos, cursos de peluquería, competencias de antifaces, carreras de embolsados, maratones de perros y un sinnúmero de operías a las que llaman con el nombre de «políticas sociales». Deberíamos ser capaces de darnos cuenta que con los pasatiempos y la diversión generalizada no solucionamos los problemas de fondo, y a veces ni siquiera conseguimos olvidarlos por un rato.
Está claro que los derechos cívicos no contienen proteínas, pero sin ellos es muy difícil que alguien pueda comer y subsistir en condiciones de mínima dignidad.
El cumplimiento de la Ley
Los abusos mayestáticos del gobierno de Urtubey han hecho que las personas comunes identifiquen a las leyes con el gobierno.Las leyes no son productos del gobierno sino de los ciudadanos; son la forma que tenemos de decirle al gobierno qué tiene que hacer, qué puede hacer y qué no debe hacer. Por supuesto, cuando sancionamos leyes para sujetar la conducta del gobierno, también nos allanamos a cumplirlas, porque las leyes sirven igualmente para regular las conductas de los ciudadanos que las debaten y las aprueban a través de sus representantes.
Pero Urtubey ha domesticado a la Legislatura hasta unos límites que nunca antes se habían traspasado, de forma tal que las leyes que nuestros representantes aprueban cada vez se parecen más a úkases del gobierno para lograr la obediencia de los ciudadanos, a cambio de una casi inexistente sujeción del poder a límites legales.
Nuestras leyes no solo son defectuosas, dispersas e insuficientes (en número y materias), sino que además tienen un muy bajo nivel de cumplimiento. Lo cual no es de sorprender, porque si el primer obligado por las leyes es el gobierno, que no las cumple o las cumple del modo que se le antoja, es comprensible que los ciudadanos quieran hacer lo mismo. Podríamos llenar varias páginas con ejemplos de la falta de acatamiento a las normas, pero detengámonos en estos cuatro: la ley de protección integral de la mujer, la que prohíbe la tracción animal en las calles de la ciudad, la que limita el uso de la pirotecnia o la que dice que en la calle Balcarce no puede haber bailes públicos.
Ya es intolerable que la Legislatura funcione como un anexo del gobierno. Hasta límites tan ridículos ha llegado esta conexión, que un subsecretario del Ministerio de Gobierno se ha dado el lujo de ventilar en las redes sociales, como si fuese una gran conquista suya, que ha «enviado a la Cámara de Diputados un proyecto de declaración», como si la Constitución reconociera al Poder Ejecutivo una especie de iniciativa compartida en materia de declaraciones de las cámaras. Podríamos situar aún mejor esta extravagancia si imagináramos al mismo subsecretario enviando al Tribunal de Impugnación de la ciudad de Salta un «proyecto de sentencia» para confirmar una prisión perpetua. Es que solo eso faltaría.
Por supuesto, nada detiene a este subsecretario, que desde hace unos años parece empeñado en «enseñarles» a los concejales y a los convencionales municipales cómo deben hacer su trabajo. Este señor, que cada vez que aparece en las noticias muestras signos inequívocos de una preocupante inmadurez, ha convertido a la autonomía municipal que proclama la Constitución de Salta en un juguete en manos del gobierno.
Pero lo que es ridículo se vuelve grave en el momento en que nuestro sistema institucional tolera que los siete jueces que integran la Corte de Justicia de Salta (que son nombrados a dedo por el Gobernador de la Provincia, que ni siquiera tiene la obligación de designar a personas con antecedentes judiciales), ejerzan como legisladores paralelos en una infinita variedad de materias, a través de «acordadas» en cuya elaboración no intervienen para nada los ciudadanos, ni siquiera a través de sus representantes.
El peligro de esta actividad paralela de los jueces para los derechos de los ciudadanos es mayúsculo y no ha sido suficientemente calibrado por las personas a las que afecta. Lo demuestra el hecho de que nadie hasta ahora se les ha puesto firme y les ha dicho a estos jueces en el tono que se merecen que las cuestiones procesales (solo por citar algunas) son materias reservadas a la Ley y al legislador, y que sobre ellas no pueden haber «acordadas» de efectos irresistibles. El proceso, entendido en sentido amplio, es una herramienta indispensable para la defensa de los derechos y libertades fundamentales de las personas. De allí que las normas que lo vertebran no pueden ser decididas por los mismos que las aplican y deban ser sancionadas por el único sujeto que prevé la Constitución y a través de los procedimientos que la propia norma fundamental establece. Siete señores, encerrados en sus despachos, no pueden decidir sobre la forma en que se deben ejercer los derechos de las personas (no pueden decir, por ejemplo, cuántas páginas debe tener un escrito; cómo se admite o inadmite un recurso, qué derechos son susceptibles de amparo o si los abogados pueden tomarse licencias).
Tan grave como esto es que los criterios de la Corte de Justicia -no solo ya las infelices «acordadas»- sean de aplicación obligada por los tribunales inferiores, so pena de nulidad de la sentencia y de destitución del juez que discrepa con aquellos. Por virtud de esta irrazonable imposición legal, Salta disfruta de un sistema judicial piramidal y jerárquico, en el que los jueces -que por definición ejercen de forma individual el Poder Judicial del Estado cada vez que resuelven un asunto- no son de ningún modo libres de aplicar la ley como ellos entienden que debe ser aplicada sino como previamente ha dicho la Corte de Justicia. Y que conste que no hablo de revocar una sentencia después de un recurso, pues eso es lo normal en cualquier país civilizado del mundo. Hablo de un recorte sustancial al poder de los jueces, en beneficio del poder de otros (que puede que incluso nunca hayan sido jueces antes, como el actual presidente de la Corte de Justicia de Salta) que además se creen que encarnan a la «aristocracia judicial» de Salta pero en realidad responden directamente al Gobernador de la Provincia.
Conclusiones
Teniendo en cuenta que el gobernador Urtubey ha renunciado a llevar a cabo las reformas necesarias (el sesgo conservador de su gobierno es notable), parece lógico pensar que es justamente la falta de reformas lo que nos ha metido de lleno en la situación que vivimos, y que para solucionar los tres problemas a los que me he referido antes y otros de parecida gravedad es necesario animarse a hacer cambios profundos y urgentes.A veces tengo la tentación de pensar que los errores y los vicios del gobierno actual son tan aleccionadores que bastaría con hacer exactamente lo contrario a lo que se ha venido haciendo en estos últimos diez años para dar con la solución.
Pero pensar aquello de «if every instinct you have is wrong, then the opposite would have to be right» no basta en este caso. Hay que animarse a soñar con reformas proactivas y no meramente reactivas.
Estas reformas tienen que ser necesariamente institucionales, lo cual involucra, por supuesto, una enmienda de la Constitución, pero también requiere de una intensa actividad legislativa y una praxis gubernamental constante y comprometida que contribuya a erradicar la tendencia creciente al inmovilismo que atenaza a las instituciones del Estado y no les deja cumplir adecuadamente con su cometido.
Volveríamos a caer en el mismo error si estas reformas se plantearan simplemente como una revancha política o si se llevaran a efecto por una parcialidad descontenta sin contar para nada con el resto. Una reforma impuesta por un sector sobre los demás, aunque fuese en la dirección correcta, alimentaría el germen de su ineficacia y conduciría en poco tiempo a su propia destrucción.
Si Salta realmente quiere llegar a 2050 sin hacerse pedazos o desaparecer engullida por la mundialización salvaje esta es la hora hora de pensar en poner a la política patas para arriba. Los parches, las soluciones de compromiso, así como los planes mesiánicos, no nos llevarán a otro sitio que al desastre. Es es la hora de la generosidad y de llevar a cabo dos acciones que se nos vienen negando desde hace años: compartir y cooperar.
En este sentido, los salteños debemos agradecer sinceramente que la involuntaria pedagogía del gobierno de Urtubey haya sido tan útil y esclarecedora para sacar a la superficie los problemas más graves que lastran nuestro futuro. Si el gobierno no hubiera cometido errores tan gruesos, tal vez hoy serían muchos menos los ciudadanos dispuestos a reflexionar sobre la necesidad de una reforma que nos salve de un naufragio definitivo.