Objetivo de la democracia de Salta: La glorificación de un ego masivo

  • No necesitamos desmenuzar la historia que hemos vivido en los últimos 20 años para darnos cuenta de que la democracia de Salta y sus instituciones más fundamentales han estado al servicio de la glorificación de un ego masivo y que el alimento continuo de esta aberración se ha convertido en un objetivo excluyente de las políticas del Estado.
  • ¿De quién es la culpa?
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El ejercicio de la política en los niveles más altos de exposición pública a menudo requiere de las personas una gran confianza en sí mismas y una dosis moderadamente pequeña de arrogancia. Es difícil entender que alguien quiera aspirar a una posición de poder cuando no es capaz de transmitir o de generar la confianza necesaria en aquellos a los que se propone gobernar.


Pero si los problemas colectivos se han vuelto cada vez más complicados y son ahora mucho más numerosos que antes, la respuesta a estos retos que ofrecen las sociedades menos evolucionadas y menos atentas a las señales del entorno tiende a ir en una dirección diametralmente opuesta al desarrollo de la autoconfianza de los políticos y a la convicción racional de los electores en las capacidades de sus líderes.

Algunas sociedades, como la salteña, han renunciado a construir liderazgos sólidos y críticos para poner casi todas sus energías al servicio de las ambiciones personales de políticos que han hecho de la mejora continua de su propia imagen una forma de justificar su existencia.

Con la ayuda insustituible de los medios de comunicación, esta clase de políticos ha descubierto que la fórmula imagen/poder (dos elementos en continuo proceso de retroalimentación) es la verdadera clave de la democracia, y que, al contrario, la cooperación libre de ciudadanos iguales -a la que en su mayoría estos políticos perciben como un exceso poético de la teoría democrática- no lo es.

Los resultados están a la vista, al menos en Salta.

Fijémonos por ejemplo en el largo tiempo que ya lleva en el cargo el Gobernador de la Provincia, que si por algo merece un lugar en la historia de Salta es por haber arrinconado a la oposición política y haber convencido a mucha gente de que toda cooperación es innecesaria cuando existen personas como él preparadas a conciencia para ejercer el poder y sacarle el máximo provecho posible. Su largo gobierno -y da mucha pena decirlo- es un auténtico desastre.

No necesitamos desmenuzar la historia que hemos vivido en los últimos 20 años para darnos cuenta de que la democracia de Salta y sus instituciones más fundamentales han estado al servicio de la glorificación de un ego masivo y que el alimento continuo de esta aberración se ha convertido en un objetivo excluyente de las políticas del Estado; incluso de las más intrascendentes. Para comprender un poco mejor lo que digo es conveniente dirigir por un momento la vista hacia ese gran repositorio de seres humanos desvencijados, incapaces de solucionar un problema concreto, pero hábiles para hacer campañas de imagen, en que se ha convertido la Casa de Salta en Buenos Aires.

Haber renunciado a la cooperación bajo la falsa convicción de las cualidades extraordinarias de un líder ha costado una enormidad virtualmente incuantificable a los salteños; y, como están las cosas, es muy posible que ese precio se multiplique por veinte en los próximos diez años. El problema no es ya la ambición de quienes son incapaces de controlar su ego bulímico, sino que comienza a ser el de aquellos que no se dan cuenta de las terribles consecuencias que acarrea tolerar que nuestras instituciones sean manipuladas y deformadas para servir a unos fines tan instrumentales y tan poco solidarios.

La crisis de las cuentas públicas de la Provincia de Salta es solo un epifenómeno de la gran deriva política que vivimos desde hace años. Una deriva inducida por mentiras, falsas promesas y hasta un poco de mala suerte, pero que en el fondo ha sido diseñada pacientemente por personas de mentalidad monovalente, en laboratorios oscuros, alejados de las luces y sustraídos al control de los ciudadanos. Salta es muy variada y sus ciudadanos son en general bastante inteligentes, de modo que esta manipulación, de tan visible que es, se revela ante nuestros ojos como inexplicable.

La glorificación de un ego masivo solo puede ser asumida como un objetivo del sistema político a condición de que quienes lo hagan sean perfectamente conscientes de las enormes pérdidas que sufriremos por ello. Si conociendo los riesgos nos internamos en estos terrenos, después no tendríamos por qué lamentar las consecuencias.

Pero el problema es que la mayoría de la gente sensata ha corrido a abrazar al ídolo de los pies de barro, y que su defección ha contribuido a galvanizar aún más ese «espíritu de conquista» que tanto daño ha hecho a los salteños y a sus intereses colectivos. Muchos lo han hecho sin dudas engañados, manipulados y seducidos por un discurso diseñado al milímetro para deformar la realidad e influir sobre el ánimo de determinadas personas.

Quienes pretendieron inflar aquel ego anormal pueden darse hoy por satisfechos: el globo ha llegado a unas alturas tan excelsas que desde allí donde está no se ve casi nada del suelo y el aire apenas se puede respirar. Pero quienes además de esto creyeron que disparando el globo hacia alturas inconmensurables los salteños serían más felices, más prósperos y más justos, se equivocaron por completo.

Es hora de admitir este error y de pensar que la política no consiste en crear superhéroes al estilo de Linterna Verde, sino en hacer converger las energías humanas en un proyecto común, razonable y limitado. Para conseguir algo como esto siempre hay tiempo. Para lo que no lo hay es para seguir tolerando el espectáculo del deterioro continuo de las instituciones que soportan nuestro sistema de convivencia y que deberían servir para que viviéramos un poco menos peor de lo que lo hacemos.

Un momento llegará en que el descalabro nos empuje a darle a nuestra democracia ese segundo aire que tanto necesita desde hace más de dos décadas.

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