
Por fin, el Diccionario de la Lengua Española ha otorgado carta de ciudadanía a una de las palabras más reclamadas de reconocimiento de los últimos tiempos: buenismo.
Con este vocablo se designa determinadas maneras de pensar y de obrar en la política que, de forma bienintencionada pero ingenua, y basadas en un mero sentimentalismo carente de autocrítica y de preocupación por los resultados reales, intentan dar solución a los problemas que enfrenta la sociedad. Estos estilos de pensamiento y acción se afirman en la creencia de que todos los problemas conocidos, los conflictos que a diario enfrentamos, se pueden resolver a través del diálogo, la solidaridad y la tolerancia.
La RAE define el buenismo como «la actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia».
Pero quien desee pasar de la teoría (las definiciones académicas y los planteamientos más o menos filosóficos) a los ejemplos concretos, puede tranquilamente fijarse en el discurso del Gobernador de Salta y de sus funcionarios, especialmente después del 22 de octubre pasado, fecha en que los salteños -como ya todos saben- les dieron claramente la espalda en las urnas.
Después de una década de «mala leche» (eco tardío y deformado del kirchnerismo más confrontativo), el gobierno de Juan Manuel Urtubey ha cambiado el discurso de raíz. Y no solo su entonación y sus palabras sino el objetivo final que persigue con ellas.
La gravedad de la situación fiscal de Salta -que no es más que el reflejo de la delicada situación política que vive la Provincia- no es reconocida por el Gobernador, ni por sus ministros, quienes actúan como si acabaran de llegar al poder y como si la borrachera del pasado se les hubiera borrado de la memoria.
El gigantesco hueco que se ha abierto debajo de sus pies está siendo llenado por un discurso claramente buenista, afirmado en la ingenuidad de lo políticamente correcto: «El que gana tiene derecho a gobernar», «la Argentina debe ser un país normal», «se debe contener el gasto público y recaudar más impuestos para revitalizar la economía»... Y así una serie bastante extensa de frases y expresiones que solo pretenden rebajar la gravedad de una situación inédita y persuadir a los menos informados de que los causantes de los males que hoy padecemos son todavía capaces de solucionarnos el futuro.
Era sin dudas más interesante y variado el mismo gobierno cuando actuaba a espasmos y se lanzaba sobre sus presas como lo hacen los halcones hambrientos y el Gobernador (el mismo Gobernador) decía cosas tan profundas como «la violencia que se ejerce contra las mujeres forma parte del acervo cultural de Salta», «lo mejor de ser Gobernador es que decís lo primero que se te viene a la cabeza y los boludos te aplauden», o «soy fanáticamente peronista».
Ahora el discurso del gobierno es un canto a la corrección política. La conversión al buenismo es inocultable. En las épocas en que el dinero en las arcas del Estado aumentaba en proporción inversa a la vergüenza de sus gestores, no había vallas ni diques para el verbo florido. Pero cuando los recursos comenzaron a escasear y se volvieron esquivos (como la simpatía del electorado), sin que la vergüenza se recuperase, los mismos que enflaquecieron las vacas decidieron que lo mejor era presentarse ante la sociedad como unos «panes de Dios», como ciudadanos ejemplares que nunca han roto un plato.
El gobierno de Urtubey, debilitado y cada vez menos cohesionado en torno a una idea común, ha decidido poner en práctica, a los ponchazos, políticas basadas en el apaciguamiento o las concesiones, que intentan por todos los medios de evitar los conflictos. Pero como un empeño como este es casi siempre vano (y si no que se lo pregunten a los intendentes municipales), el manual del buenista manda a cubrir con palabras extraordinariamente sensatas la realidad, para ocultar sus aristas más filosas.
¡Si hasta las feministas a sueldo del gobierno (unos auténticos alacranes) parecen haberse vuelto más razonables y condescendientes! Incluso hay una de ellas que ha salido a machacar a sus colegas que se manifiestan por las calles, diciendo que el de las barricadas representa al feminismo extremo y no al orgánico, reflexivo y sosegado que sienta sus posaderas en los sillones del Estado.
Qué podríamos decir de la idílica visión que tiene la Ministra de Educación sobre la marcha de la escuela pública de Salta, en donde, según ella, no hay comportamientos problemáticos en las aulas ni relajamiento de la disciplina y en donde rige la mejor relación entre los alumnos y sus maestros, sin contar con unos resultados pedagógicos superiores a los de Finlandia. A menos de dos semanas de que la Corte Suprema de Justicia le haya aplicado al sistema educativo salteño un mazazo inolvidable, por su propensión a la discriminación y a la injusticia, lo menos que se esperaba de la ministra era un cierre de año escolar algo más autocrítico, y no un ejercicio de buenismo de semejante calado.
La Navidad, aderezada con los petardos, provoca dos impulsos aparentemente contradictorios: por un lado empuja a algunas personas al saqueo y a la revuelta, y por otro dispara la solidaridad (de los bomberos, de los trotabarrios, de los funcionarios cristianos y de otras almas caritativas). Los que ven en esta dicotomía una contradicción irreductible no se dan cuenta de que los saqueos son una forma de solidaridad, pero directa y no demasiado voluntaria. Lo que no consiguen los impuestos y la redistribución dentro de la ley lo persiguen los saqueos, fuera de ella.
Pero el objetivo es, en ambos casos, idéntico: que los que gastan fiestas opulentas y hacen ostentación de unos niveles indecentes de consumo se apiaden un poco de los que apenas tienen algo para llevar a la mesa. Y como los saqueos y las revueltas no son cosas buenas (solo las sociedades más primitivas recurren a ellos), mejor sería gastar esa energía marginal que nos empuja a la rebelión para denunciar el buenismo del gobierno, para forzarles a que desciendan a la realidad y, sobre todo, para controlar sus actuaciones. Si no hacemos estas tres cosas nos condenaremos a nosotros mismos a padecer un gobierno buenista, renunciando así al buen gobierno.
Bien haríamos en no dejarnos engañar por ese discurso meloso, y mejor todavía si comprendiésemos que gobierno buenista y buen gobierno son dos cosas enteramente diferentes.