El manual del perdedor obediente

  • A la 'normalidad' a la que Urtubey dice aspirar para la política argentina se la debe entender como lo que es: la regularidad de los comportamientos irregulares. Exactamente como la normalidad que rige en los manicomios.
  • Mentiras y abuso de poder

La realidad nos demuestra lo siguiente: 1) que el presidente Mauricio Macri ha aumentado su poder de forma brutal desde que ganó las elecciones mid-term del pasado 22 de octubre; 2) que el gobernador Juan Manuel Urtubey ha aumentado su poder -tal vez de una forma no tan brutal pero no por ello menos visible- pese a haber perdido las mismas elecciones.


Esta situación se podría calificar tranquilamente de paradojal, si no fuera porque en la Argentina la anormalidad política es la norma y a menudo los comportamientos políticos (no solo de los dirigentes, sino también de los ciudadanos) sobrepasan lo real, impulsados por el abrumador peso de los componentes irracionales y oníricos que dominan hasta los límites del amaestramiento las reacciones más usuales de los protagonistas de la política nacional.

Por esta razón es que cuando Urtubey habla del «país normal» que desea, se refiere a este país deforme, irregular e imprevisible, a cuyo surrealismo político él ha contribuido y sigue contribuyendo a forjar todos los días. Al no conocer otro, está más que claro que Urtubey se refiere a este país.

Un país que, por cierto, tiene internalizada la violencia como método favorito para zanjar las controversias. Y no hablo solo de la violencia desembozada de las pedradas, los ladrillazos, las balas de goma y los gases lacrimógenos, que suele estallar cada diciembre, sino de la que brota en todas las épocas del año de las instituciones más formales; especialmente del Poder Judicial, pero también del gobierno, y del lenguaje de algunos de sus sostenedores -como Elisa Carrió- o de algunos de sus francos opositores -como Agustín Rossi-.

Por tanto, si condenamos la violencia tenemos que condenarla en todas sus formas y manifestaciones. Y hacerlo con más energía aún cuando esa violencia es premeditada y reflexiva, como la que promueven ciertas instituciones que no pueden, por definición, acudir inmediatamente a los palos, las piedras y las balas.

Cualquiera que contemple la escena con cierta distancia de los acontecimientos puede darse cuenta que desde que Macri ganó las elecciones del pasado mes de octubre se han desencadenado en la Argentina una serie de brutales consecuencias (administrativas, legislativas y judiciales). Opositores presos -excluyendo a Milagro Sala, que estaba presa ya desde antes, gracias a la obcecación de un gobernador vengativo y revanchista- una expresidenta procesada, empresarios filokirchneristas en apuros o con pedido de captura, reformas regresivas o insuficientes pero con el rasgo común de ser desequilibradas, y un prolongado etcétera de decisiones que confirman que, al final, el rodillo kirchnerista está siendo paulatinamente sustituido por la aplanadora macrista. El Macri titubeante y enclenque de los primeros veinte meses se ha convertido en un Increíble Hulk de ojos azules.

Pero lo que particularmente interesa destacar aquí es esa frase pronunciada por Urtubey, cargada de soberana ingenuidad o de mala intención, según se mire, que dice algo así como que el que gana las elecciones es el que tiene que tomar las decisiones y los demás tienen que conformarse con mirar cómo las toma.

Para empezar, hay que decir que esta visión de la democracia es muy poco peronista, ya que si algo ha quedado claro en los setenta y pico de años de historia de este movimiento político definido por su asombrosa «adaptabilidad» a las circunstancias cambiantes, es que la sociedad «orgánica» a la que aspira no puede funcionar con un peronismo reducido a una fuerza opositora marginal. Cualquiera sea, pues, el veredicto de las urnas, el peronismo aspira y debe aspirar a ser tanto parte del problema como de la solución. Aquí no caben actitudes tibias ni terceras vías.

Pero por debajo de esta frase -pronunciada para engañar a los incautos- se encierra una contradicción entre el pensamiento expresado y los hechos de la realidad. Urtubey ha perdido las últimas elecciones a manos de los partidarios de Macri, y aunque pretenda hacernos creer que es Macri quien ahora le manda a él y a su gobierno, está muy claro que Urtubey ha arrinconado a quienes le han ganado las pasadas elecciones (los partidarios salteños del Presidente) y les ha vuelto a pasar por encima: 1) con la vergonzosa exclusión de los ganadores de las mesas que controlan las dos asambleas de la Legislatura de Salta, abuso que, además, fue pactado con el kirchnerismo; 2) con una reforma regresiva de la Administración, de la que han salido ganando, como siempre, sus amigos, la Iglesia y los exministros y 3) con unos presupuestos, rechazados por el macrismo salteño, que amplifican la preeminencia de un gobierno derrotado claramente en las urnas.

Urtubey podrá hacer muchas cosas en su vida, incluidos algunos intentos por falsificar la historia. Pero lo que no podrá hacer ya jamás es negar que ha sido derrotado, sin excusas ni atenuantes, en las últimas elecciones que debió afrontar como Gobernador de la Provincia. Unas elecciones -recordemos- que él creyó en todo momento que iba a ganar.

Si la Argentina fuese un país «normal», como sueña el Gobernador, y si, en Salta, las vicisitudes de la política fuesen previsibles y lógicas, los dos años que le quedan a Urtubey en la oficina deberían ser un canto a la prudencia administrativa y al recato financiero; un periodo caracterizado por el consenso y la mano extendida hacia las fuerzas políticas que no comulgan con el gobierno. Pero Urtubey -no tanto por ser peronista sino por ser él mismo- no cree en nada de esto. Por eso, a pesar de saberse perdedor, arremete con la cabeza gacha cual toro embravecido, como si hubiera ganado las elecciones. Para justificar esta deformidad, nuestro Gobernador ha encontrado un argumento sobrecogedor: «Ahora soy macrista y las políticas de Macri en Salta las hago yo, y no los partidarios del Presidente que me ganaron las elecciones».

Tal vez alguien se anime a contestar a la siguiente pregunta: ¿ha entrado en el gobierno de Salta algún macrista después de la remodelación culminada el pasado 21 de noviembre, o, por el contrario, el cambio de ministros no ha sido más que una vuelta de tornillo al predominio de la militancia peronista?

Cada vez que Urtubey dice «hemos perdido las elecciones», se refiere a los otros peronistas (los de la Provincia de Buenos Aires, los de Santa Fe, etcétera), pero jamás a él, porque él entiende que no las ha perdido, sino que, al contrario, su triunfo ahora ha sido más amplio que en ocasiones anteriores: a los votos del peronismo que él preside hay que sumar los votos del kirchnerismo (aun el del falso kirchnerismo de Leavy) y también los votos del macrismo, porque si por él no fuera ¿hubiera ganado Macri en Salta? Quien tiene un pie en cada sitio puede presumir de estar en todos lados. Con estas mismas ínfulas de perdedor victorioso es que el ya fatigado Indio Godoy acaba de ser reelecto para su decimoquinto mandato como presidente de la Cámara de Diputados de Salta, a pesar de que su derrota en las urnas fue para poner en un cuadro.

La «normalidad» hay que entenderla, pues, como lo que es: la regularidad de los comportamientos irregulares. Es la normalidad que rige en los manicomios.

Como ya se ha escrito y razonado, no se puede apedrear a Macri y aplaudir a Urtubey al mismo tiempo, sobre todo cuando las intenciones de ambos son idénticas, tanto en lo que respecta al aumento del poder descontrolado como en aquello relacionado con la vocación (sobrevenida en el primer caso, innata en el otro) por la imposición unilateral y el personalismo. Nadie puede ir por la vida invocando unas mismas elecciones para reivindicarse ganador y perdedor al mismo tiempo, según qué cosa u otra convenga a sus apetitos de poder.

El que gana, gobierna; esto está claro. Pero no es un derecho sino un deber, como deber tienen los que han perdido de hacer oposición y no rendirse al ganador, como lo ha hecho Urtubey poco después de traicionar a Daniel Scioli y a Cristina Kirchner. Y si el que gobierna pierde unas elecciones intermedias, su deber es gobernar respetando aún más -si cabe- a la oposición y no pasando por encima de ella como si el resultado hubiese sido exactamente el inverso.

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