
Entre nosotros siempre ha valido más la picardía política que la racionalidad. El peronismo, por su parte, ha llevado hasta sus máximas alturas el trapicheo y la rosca en desmedro del juego institucional, de modo que no hay por qué extrañarse ahora de que después de una derrota electoral, como pocas veces se ha visto en la historia reciente de la democracia salteña, el gobernador Urtubey haya sacado rédito a sus contradicciones y haya vuelto a ocupar el centro de la escena política.
No se puede decir que Urtubey lo ha logrado por ser más «pícaro» que sus escasos contradictores. Lo que parece más probable es que ese protagonismo renovado y ficticio que el Gobernador ha conseguido en los últimos días es producto de su acrisolada condición de «peronista».
En estos días Urtubey ha maniobrado siguiendo a pie juntillas los consejos del manual de instrucciones que utiliza el justicialismo para los casos de descalabro. En este sentido, no se le puede reprochar otra cosa que no sea el haber observado con obsesivo detalle las normas no escritas que dicen que, aun muerto, el peronismo debe aparentar una vigorosa vitalidad.
Bien es verdad que la mansa quietud de sus opositores (los no peronistas, los trotskistas, los semiperonistas y los peronistas dispersos) se lo han puesto ahora tan fácil como lo han venido haciendo en los últimos diez años. Apenas si se han escuchado voces que denuncien que el retoque de su gabinete encubre una descarada operación de poder que amenaza mucho más claramente que antes con poner las instituciones que son de todos al servicio de una pequeña oligarquía de amigos.
Urtubey les ha hecho ver a los salteños que, aunque derrotado y descabalgado de su candidatura presidencial para 2019, él sigue sintiéndose fuerte; incluso más fuerte que antes, todavía más fuerte que el resto.
En la intimidad del círculo áulico del poder se palpa sin embargo la debilidad, y el Gobernador sabe que la legitimidad de su mando es cada vez más reducida. La caída de su imagen, a nivel local y a nivel nacional, dice a los expertos que el gobierno ha dilapidado su crédito (no el financiero, que también) sino aquella especie de carta blanca que le había extendido la ciudadanía adormecida, con la complicidad de unos dirigentes que buscan su sustento diario y el de sus familias en los pliegues del poder. Aun con margen cero para el error, Urtubey se sigue equivocando.
La composición de su nuevo gabinete augura, sin dudas, horas amargas para los salteños. Porque para gobernar una sociedad crecientemente fragmentada y territorialmente dispersa hace falta un poco más que un puñado de voluntariosos, eficientistas y momias vampirizadas.
Antes de acometer un cambio de nombres, la prudencia republicana aconseja formular políticas nuevas, innovadoras y valientes, vinculadas con los problemas del presente y atadas inexorablemente a los desafíos del futuro. Ningún cambio de gobierno de este calado se puede llevar a efecto sin autocrítica, como lo ha hecho Urtubey, convencido de que si antes lo hizo muy bien, mañana lo hará mejor todavía. Sin embargo, no ha habido ni autocrítica ni anuncios de políticas nuevas. Nada -excepto una vaga referencia a la «interlocución» con el gobierno nacional- ha anunciado el gobernador Urtubey para justificar el que se hable hoy de una «nueva etapa» de su languideciente gobierno.
Da toda la impresión que el único «programa político» que se propone llevar adelante Urtubey en los dos años que le quedan como Gobernador se reduce al seguidismo acrítico de las políticas del gobierno de Macri, lo que constituye una demostración cabal de que en el gobierno de Salta no solamente faltan imaginación, capacidad técnica y solvencia política, sino que también faltan personalidad y margen de maniobra.
El intento de presentar a su gobierno como un ente renovado o «reinventado» puede darse por bueno, pero solo hasta que asomen las primeras medidas que confirmen que en Salta nada ha cambiado, ni cambiará. Cuando eso suceda -no más allá de unas cuantas semanas- el gobierno de Urtubey volverá a navegar las aguas turbulentas de siempre, ahondará en su autismo político y el Gobernador, en vez de arremangarse y ponerse a resolver los problemas como es su deber, volverá a abandonar la sede física del gobierno, para acercarse cada vez más a donde la frivolidad lo reclama y a él le gustaría estar, si la Constitución, las leyes y la voluntad popular no le ordenaran permanecer en Salta.
En suma, que en el siempre confuso horizonte político de Salta ahora hay más certezas que incertidumbre, pues el mismo Gobernador al que las urnas le dieron la espalda y que desde hace diez años que juega al gato y al ratón con sus electores, ha enseñado las que se suponen son sus cartas definitivas.