Urtubey echa para atrás su proyecto para blindar a los jueces de la Corte

  • Muchos han interpretado el retroceso del proyecto del Gobernador para premiar con la perpetuidad a los jueces que él ha designado como una forma de debilidad. Pero es todo lo contrario.
  • ¿Consecuencia de los elecciones o cálculo premeditado?
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No han sido ni los argumentos constitucionales contrarios a la iniciativa ni las desconfianzas surgidas en el seno de la propia judicatura los que han convencido finalmente al Gobernador de Salta para retirar de la Legislatura su proyecto de ley de «inamovilidad» de los actuales jueces de la Corte de Justicia.


Según las palabras del propio mandatario -y sin necesidad de interpretarlas- la razón de este sonoro retroceso ha sido la desviada interpretación «en términos de poder» que ha hecho alguna gente muy malintencionada de su blanca e infantil iniciativa de convertir a uno de las principales instituciones de control del poder en la Provincia en una institución descontrolada sine die.

¡Dios nos libre de que alguien piense de que Urtubey toma sus decisiones pensando en el poder! Así que lo mejor para evitar este pecado de pensamiento es retirar el proyecto, anunciando al mismo tiempo que se prepara en las sombras una reforma constitucional, en la que, por supuesto, estará sobre la mesa la posibilidad de que esos siete señores a los que el Gobernador ha elegido en bacanales autolaudatorias dirijan con ilimitadas facultades el más importante de los poderes del Estado (al menos lo es para las libertades de los ciudadanos) que necesita -justamente- tener unas facultades acotadas y cada vez más controladas.

Es decir; retiro el ternero para poco más tarde introducir el buey. O como decía aquel radioaficionado que eligió mal a la hora de cambiar de frecuencia: «Salimos de Guatemala para meternos en Guatepeor».

Nadie podría decir a estas alturas -y menos por una simple marcha atrás legislativa- que Urtubey tiene más vueltas para gobernar que Puigdemont para declarar la independencia, pero lo que sí queda claro es que entre las lecturas infantiles del Gobernador de Salta no tuvo tanto peso la Constitución (especialmente la de aquel pasaje que dice que todos los ciudadanos son iguales ante la Ley) como las Sagradas Escrituras, en donde nuestro héroe ha conseguido encontrar el sentido más profundo de su existencia en esta frase: «Tuyo es el Reino, tuyo el Poder y la Gloria por siempre Señor».

Al niño Urtubey le dio igual entonces que «Señor» estuviera con mayúsculas, porque él pensó que la frase estaba dirigida a él mismo y no al creador del universo.

De allí, entre otras cosas, que el Gobernador no se haya dado cuenta (o no haya querido darse cuenta) de que el «Reino» que él ansiaba desde niño es en realidad un «reino» (con minúsculas) y que como tal el poder que lo rige está limitado por otros reinos; que el poder terrenal es interrumpido por la muerte y que la gloria, aunque la construyamos en base a conexiones tardías a la red de cloacas o con un matrimonio lleno de glamour y de focos, termina marchitándose de forma irremediable con el paso del tiempo. Lo mismo que la belleza. Y mucho más en los tiempos en que vivimos.

Tampoco caben dudas ahora de que a las acciones de Urtubey no se las debe interpretar en clave de poder (al menos en eso estamos de acuerdo con él). Se las debe interpretar más bien en términos de gloria, porque aunque los caminos para alcanzar ambos bienes son parecidos, el Gobernador utiliza el poder de forma instrumental; es decir, como una mera herramienta para la glorificación personal.

Pero un objetivo tan grandioso como este no se consigue solo con fuerza de voluntad, apretando los dientes o frunciendo la salida (puestos a ser más groseros). Se necesitan básicamente secuaces.

Y Urtubey tiene secuaces, en cantidad más o menos apreciable.

Escribe Bertrand Russell que «cada uno de nostros quisiera concebir (la cooperación entre seres humanos) según el modelo de cooperación entre Dios y sus adoradores, con nosotros mismos en el lugar de Dios». Es decir, que Urtubey juega entre nosotros el papel de Dios y, aunque él desea que todos los gobernados nos comportemos como adoradores suyos, para que las cosas le salgan bien, quienes así lo hacen solo conforman un puñado de gente que tiene, eso sí, algunas características en común.

Dice el filósofo galés que cuando los hombres siguen voluntariamente a un caudillo, lo hacen con el propósito de adquirir el poder para el grupo que él manda, y sienten que los triunfos del caudillo son suyos. Y añade, con mayor claridad aún, que «muchos hombres no sienten en sí mismos la competencia necesaria para dirigir el grupo hacia la victoria y en consecuencia buscan a un capitán que parezca poseer el coraje y la capacidad necesarios para alcanzar la supremacía».

Es decir, que los secuaces de Urtubey son secuaces porque desde el comienzo se reconocen y declaran incapaces absolutos de liderar la victoria. No son, por así decirlo, «masters of their domains», sino simples piezas de recambio en las manos del caudillo, quien no solo los moldea a su antojo como si fuesen de arcilla sino que dispone de ellos como se tratara de herramientas de la cocina que ya no sirven. Y si no, que se lo pregunten a los ministros que deberán dejar sus cargos en las próximas semanas.

Pero al hablar de secuaces, negados para el ejercicio de la ciudadanía, para gobernarse a sí mismo a través de sus propias decisiones, no quiero referirme aquí tanto a los ministros y ministras (tan golpeados por la realidad los unos como las otras) sino a los pobres senadores provinciales que, sin que el jefe les avisara a tiempo de su propósito de retirar el inconstitucional proyecto de inamovilidad de los jueces de la Corte, ya lo habían votado, con cohetes y tapones de corcho disparados hacia el techo.

Urtubey sabe que el carácter de algunos hombres les lleva siempre a mandar, así como el carácter de otros les impulsa a obedecer. De modo que al trazar la línea que divide a las dos clases, él siempre queda solo del lado A: «The Good Place», como la serie de Ted Danson en Netflix.

Del otro quedan los obedientes senadores provinciales de Salta, y una gran multitud amorfa, tanto o más sumisa que sus representantes departamentales.

Pero hay un detallito que no convendría pasar por alto en el cierre de estas líneas. El impulso a mandar -máxime cuando es irresistible como en el caso de nuestro personaje- tiene sus raíces en el miedo.

¿Miedo a qué? se preguntarán muchos. La respuesta es muy simple: miedo a la libertad; la de los ciudadanos, para empezar, pero muy especialmente -y esto es lo grave- a la libertad propia.

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