
El próximo 22 de octubre, Juan Manuel Urtubey afrontará las que, previsiblemente, serán las últimas elecciones mid term de sus tres mandatos consecutivos como Gobernador de Salta.
Al cabo de este largo periodo de gobierno -acentuado por los rasgos autoritarios y por su control total de las instituciones y los mecanismos democráticos- Urtubey solo puede presentar como balance una serie -incompleta, pero bastante extensa- de obras públicas menores, la mayor parte de las cuales tiene una ínfima calidad y una utilidad social más que dudosa.
Quiere esto decir que durante los diez años que lleva Urtubey gobernando a Salta no han habido avances democráticos, reformas institucionales (como no se entienda por tales las contrarreformas reaccionarias que ha llevado a cabo en varios terrenos) ni mejora de las libertades y de los derechos cívicos. En suma, que el «gran despegue de Salta» no se ha producido.
Digamos que excepto por el hecho de que en Salta falta casi todo lo material conocido (y faltaba aún más antes de que Urtubey se hiciera cargo de la oficina), la evaluación global de su gobierno sería paupérrima. Mucho ruido y pocas nueces; especialmente en uno de sus temas favoritos: el de la cohesión del territorio, un campo en donde la derrota ha sido un poco menos que absoluta.
Lo grave es que Urtubey llegó al poder en 2007 aupado por un pequeño grupo de teóricos de la ciencia de la política y de la administración, que, a poco de catar los sinsabores de la realidad y a fuerza de darse cuenta de que la praxis cotidiana es diferente a los esquemas que contienen los libros, han abandonado la reflexión por la puerta de atrás para subirse al carro del presupuesto, de la buena vida y del poder eterno.
De allí que la derrota de Urtubey como Gobernador sea mucho más notable y dura de lo que cualquiera pueda imaginar. Porque el «niño» que pretendió liderar la vanguardia intelectual de Salta se ha convertido con el correr del tiempo (en poco tiempo, para ser precisos) en un político vulgar, sin otro horizonte conocido que el de su propia glorificación personal y la perpetuación antidemocrática en el poder.
Y como la jugada no le ha salido con las reformas políticas e institucionales, Urtubey ha tomado el atajo de las obras públicas, como lo hicieron los conservadores argentinos de la década de los treinta del pasado siglo. Pero no solo la moda de las obras copió de aquellos: también ha calcado el pernicioso hábito de la manipulación electoral, cuyo estandarte es hoy el tramposo voto electrónico, un juguete tecnológico carísimo, cuya vigencia continuada nos permitirá pronto hablar de una segunda «década infame» en Salta.
El descenso de Urtubey de los pedestales es algo que todos -menos él- notan en Salta, y que preocupa a los salteños más informados de un modo intenso. Especialmente a esos salteños inquietos que se preguntan a diario por qué motivo si el Gobernador, tras diez años de ejercicio omnímodo del poder, aún se siente en deuda con sus ciudadanos, intenta hoy saldar esta deuda con cemento y pintura al látex y no con libertades y derechos cívicos.
Quien el próximo 22 de octubre valore más las cloacas que la libertad seguramente votará a Urtubey, por medio de su candidato principal, el «obrista» Zottos. Quien, por el contrario, considere que su condición de ciudadano está por encima del cemento portland (de los playones deportivos, de los cordones cunetas y de las escuelas parchadas) votará por un cambio político y social en Salta.
Urtubey se ha convencido -quizá por pura impotencia- de que la «calidad de vida», ese concepto que inunda sus discursos y que constituye el eje de su propaganda electoral excluye a la vida democrática de los ciudadanos. Que la «gente» vive con calidad si puede enviar sus excrementos por una tubería gigante pero no cuando puede disfrutar en plenitud de su libertad y de sus derechos, sin paternidades ni tutelajes que la conviertan en juguete del que ejerce el poder.
Si Urtubey tuviera conciencia moral, vergüenza cívica y honradez política (de estas tres virtudes puede quizá cultivar alguna pero seguramente no las tres juntas) debería sentirse desolado y abatido por el triste resultado de su largo y más bien estéril paso por la primera magistratura de Salta. Pero el talante triunfalista y autosuficiente que el Gobernador exhibe estos días demuestra, o bien que mira la realidad a través de un prisma que la distorsiona, o bien que sus lecturas de Maquiavelo le han trastornado el alma.
Las obras no son gobierno, son mera administración. Gobernar es dirigir la sociedad en sus grandes líneas y orientaciones. Gobernar es permitir que los ciudadanos puedan planificar con serenidad y no a los ponchazos el futuro de sus hijos. En estos espinosos terrenos en donde la opinión de los salteños es muy variada (mucho más de lo que él cree), Urtubey ha elegido refugiarse en los pliegues más oscuros de la iglesia católica, una institución que tras el regreso de Jesucristo al Reino de los Cielos se ha caracterizado siempre por una enorme desconfianza hacia la libertad de los individuos.
Cuando se escriban los libros de historia (y ello no ocurrirá antes de cincuenta años) el gobierno de Urtubey será recordado como un periodo gris panza de burro en el que Salta no ha conseguido -ni siquiera ha intentado- negociar un protocolo con el futuro y con el mundo que la rodea. La única esperanza que tiene Urtubey de que la historia lo recuerde con cierta benevolencia es que quienes vengan después de él lo hagan mucho peor; pero aunque hay señales en el horizonte de que hay, efectivamente, quien puede concretar esta proeza, batir la sideral marca de inutilidad y conservadurismo de este gobierno será muy pero muy difícil.
El mejor candidato para conseguirlo es el propio Urtubey, en caso de que llegase a ser elegido Presidente de la Argentina. Solo es cuestión de sentarse y esperar a ver cómo el país, con Urtubey al timón, se convierte definitivamente en una sombra de lo que alguna vez fue.