
Los ciudadanos -al menos, los que creemos serlo- formamos parte de una comunidad política única que sin embargo se descompone en varias comunidades de menor tamaño, dependiendo del alcance territorial del poder.
Podemos distinguir, en consecuencia: un orden político local (de proximidad), un orden provincial (más amplio en materias pero espacialmente restringido) y un orden federal (excepcional pero de alcance territorial más amplio). Cada uno con sus reglas, sus ritmos, sus problemas y sus soluciones.
No hay políticos que valgan para todos ellos. Ni los llamados «estadistas» sirven para todo, así como un oftalmólogo no es el profesional más indicado para tratar las hemorroides. Para cada parcela de la realidad política se requiere experiencia, conocimientos y habilidades específicas que el solo ejercicio de la actividad política, o de la «militancia», como dicen algunos, no proporciona.
El que ha sido diputado nacional, salvo que se decida a cambiar drásticamente de mentalidad, generalmente no puede desempeñar con éxito el cargo de concejal. Se siente, como dice el criollo, más desubicado que cubetera en el horno. A la inversa, el concejal que quiere dar el salto al Congreso Nacional debe prepararse para desempeñar un cargo de otro nivel y con otros desafíos.
Pero en Salta esto no vale para nada. Los candidatos, una vez que se han calzado el traje, dejan volar su imaginación y su verbo y no les importa proponer, por ejemplo, la reforma del Código Civil desde el Concejo Deliberante de Angastaco, o dar subsidios al club Los Álamos de Cerrillos desde la Cámara de Senadores de la Nación.
En Salta nadie parece saber a quien representa. Uno de los que no lo sabe en absoluto es el senador Andrés Zottos, exvicegobernador de la Provincia, que se presenta a las elecciones como candidato a diputado nacional «para defender los intereses de Salta», cuando no es eso lo que deben hacer los diptutados nacionales.
Los legisladores federales son garantes de la unidad de la nación y no defensores de las particularidades territoriales. Si esto fuese al revés, sencillamente no tendríamos un país sino una confederación de gobernadores un tanto caótica.
No faltan tampoco los concejales que sueñan con enmendar la Declaración Universal de los Derechos Humanos con su pequeño proyecto presentado en Rosario de Lerma.
Por supuesto, está muy bien que Zottos se proponga acabar con la pobreza nacional, pero teniendo en cuenta el escaso éxito que él mismo -como parte del gobierno provincial- ha tenido en este empeño durante los últimos diez años, es razonable pensar que si Zottos vuelve a sentarse en la Cámara de Diputados de la Nación, los argentinos en poco tiempo serán aún más pobres de lo que son.
Tampoco está mal que los concejales deliren y hablen de cosas que exceden su competencia, incluso mental. Pero mucho mejor estaría que alguno mirara un poco a su alrededor y que diga con franqueza que antes de pavimentar la calle que pasa por su casa, o poner un foco en el medio de la plaza, va a hacer todos los esfuerzos que estén a su alcance para que los residentes en el pueblo tengan rentas suficientes para vivir una digna y, puestos a soñar, cómoda.
¿Qué sentido tiene soñar con cordones cunetas cuando faltan cosas imprescindibles como una atención sanitaria próxima y de calidad, o establecimientos educativos limpios, espaciosos y con docentes bien preparados?
Un foco más o un foco menos, un árbol podado o no podado, un perro castrado o no castrado no son cosas imprescindibles que aseguren el buen funcionamiento de un municipio. Hay que acabar con la idea que son «insfraestructuras» las plazas, los parques y los juegos infantiles. Las obras públicas minúsculas e insignificantes son mecanismos solapados de fidelización electoral, engaños para la vista, simples chispas que no producen fuego, y fuente perpetua de chanchullos y corruptelas.
La confusión es tal en Salta, que quienes deben pensar en grande lo hacen en pequeño y, a la inversa, quien sabe de antemano que su carrera política no llegará a más de dos cuadras de la Municipalidad, sueña con revolucionar al mundo.
Así, por supuesto, nada puede funcionar.
Hasta ahora -salvo un candidato cuyo nombre solo mencionaremos cuando se haya iniciado formalmente la campaña electoral- ninguno de los que quieren ser diputados nacionales ha insinuado siquiera un programa de reformas legislativas, coherentes, creíbles y viables. Todos se muestran expertos en «ocurrencias», pero ninguno -quizá por falta de capacidad, quizá por comodidad- ha tenido el acierto de sistematizar sus propuestas con el debido rigor y de exponerlas a la ciudadanía con un lenguaje claro, directo y asequible.
La campaña electoral que se avecina será, como lo fueron las anteriores, una olla de grillos, un griterío, un pugilato caracterizado por los repetidos y casi inútiles desafíos a debatir. Una campaña que puede servir -igual que antes- para excitar las pasiones del electorado y hacer que los candidatos se crean que están inmersos en «la lucha» (esa palabra les fascina), pero que nunca servirá para que los ciudadanos puedan hacer una elección racional y sosegada, como lo requiere en estos momentos la enorme gravedad de los problemas que tenemos.