
El estudio debería comenzar por encontrar el equivalente en dinero contante y sonante de las donaciones inmobiliarias que hace el gobierno a sus elegidos y, correlativamente, el valor de los bienes que los agentes privados aportan al gobierno para que este concrete unas finalidades que son propias del Estado. Los ciudadanos deben saber exactamente cuánto les cuesta la prodigalidad gubernamental y, a la inversa, cuánto ponen de su bolsillo los agentes privados para que el gobierno pueda funcionar. Y sobre todo: a cambio de qué.
Sin ir más lejos, hoy, como si fuese la cosa más natural del mundo, el Ministerio de Derechos Humanos de Salta habla de que va a «presentar» (que no significa que vaya a comenzar a funcionar) un «centro integral de atención a la mujer» en Atocha. Un centro que, por supuesto, dependerá y será gestionado directamente por el gobierno, pero cuya construcción se realizará gracias a la aportación de una fundación privada y parte del caché recaudado en los shows de un conocido grupo folklórico.
Tres cuartas partes de lo mismo sucede en otros puntos más alejados de la Provincia, en donde la atención de los niños vulnerables también depende de la solidaridad de un folklorista y de otra fundación privada, de sesgo un poco más religioso que folklórico.
Por supuesto, el gobierno defenderá siempre estas actuaciones como expresión de la más exquisita «articulación público-privada», pero es lógico y razonable suponer que las necesidades de las mujeres que padecen violencia y de los niños pobres y mal alimentados se deban atender con los impuestos que pagan los ciudadanos (porque para eso precisamente los pagan) y no con la buena voluntad de los artistas.
Ahora bien; también puede suceder que, en efecto, estas «facilidades» se paguen realmente con impuestos, pero con los que dejan de pagar los solidarios aportantes. Es decir, que el gobierno podría estar recibiendo la ayuda de personas y entidades que, además de una finalidad humanitaria, persiguen beneficios fiscales o de otra naturaleza.
Esto último no está probado, por supuesto. Los economistas lugareños candidatos al Nobel no deberán bucear tan profundo.
Lo que sí resulta necesario es poner de relieve que tanto las generosas donaciones del gobierno (tanto en forma de subvenciones directas, como de subsidios, de donaciones inmobiliarias o préstamos de uso gratuitos) no son compatibles con una política de abierta convocatoria a los diferentes sectores de la sociedad para que acudan en su auxilio «porque los recursos escasean».
Si el gobierno no tiene los recursos para gobernar, no se entiende que regale a manos llenas. Y, a la inversa, si los tiene, no se entiende por qué debe atender obligaciones fundamentales (como por ejemplo el transporte de la Policía, que depende de las donaciones de autobuses por parte de una conocida empresa) con recursos que salen del sector privado.
Todo hace pensar que aquí no hay confusión ninguna. Lo que hay es malicia y falta de transparencia.