
En diez años de gobierno, el gobernador Urtubey ha conseguido más o menos lo que se proponía cuando llegó al poder: hacer que los salteños se preocupen más por las plantas y por los animales que por sus congéneres.
Es decir, ha conseguido desviar la atención de los problemas verdaderamente importantes de la sociedad, al convertir en grandes desafíos lo que antes no era sino una mera preocupación.
Hoy, después de diez años de una estrategia tan prolija y calculada como descarada, los salteños se preocupan más de un perro atropellado o de un árbol podado que de la pérdida de sus libertades cívicas, especialmente de su libertad de elegir.
Lo hacen, como hemos podido ver en las últimas semanas, hasta límites cercanos a la histeria.
Los salteños saben que al gobierno no lo controla nadie, que ha hecho pedazos a los órganos de control independientes, y que no cumple con las leyes, porque se considera por encima de ellas. Saben también que la voluntad del Gobernador se impone aquí y allá, pero muchos salteños piensan que en eso, y en que no falten árboles y perros de las calles, consiste la tan deseada «calidad de vida».
Pero hay una pequeña verdad que estos salteños optimistas y sumisos deben saber: que para que se pueda hablar de «calidad de vida» hacen falta libertades públicas democráticas y derechos ciudadanos en calidad y cantidad.
El concepto de «calidad de vida» solo vale en una democracia real y, por tanto, nada tiene que hacer en una tiranía disfrazada como la que tenemos en Salta, en donde los derechos y libertades que se necesitan para empezar a pensar en vivir una vida medianamente digna brillan por su ausencia, porque alguien se encarga, no solo de que no tengan ninguna vigencia, sino también de que nadie se dé cuenta de que no los disfruta.
Lamentablemente, tengo que decirlo, si quien suscribe estas líneas fuese biólogo, podría llegar a justificar esta especie de locura colectiva en torno a los perros, a los caballos y a las especies forestales, pero a quien ha dedicado casi toda una vida a explorar los límites de la teoría política y ha intentado hallar las claves del concepto de ciudadanía, no se le puede escapar tan fácilmente la alarmante obscenidad de este proceso tan intenso de degradación de nuestra existencia como sujetos políticos.
Hay que decirlo sin circunloquios y sin miedo a ser atravesado por las lanzas del «orgullo salteño»: la calidad de nuestra democracia y de nuestra ciudadanía es solo comparable a la calidad de nuestra urbanización. Y si cada vez escandalizan más a la distancia -por su parecido a algunas abigarradas urbes del África- las fotografías y vídeos que se difunden de zonas de la ciudad que son consideradas céntricas, no hay motivos serios para pensar que nuestras instituciones no han sufrido en todo este tiempo una descomposición semejante.
En Salta primero se planta una casa (generalmente horrible) y diez años después se construyen las veredas, se colocan las farolas y se intenta pavimentar la calle. Cuando eso sucede, todavía nos arrodillamos para darle las gracias al alma generosa que nos ha conectado a la red de cloacas. En política -créanlo o no- sucede más o menos lo mismo. Llegamos al extremo de conceder derechos de ciudadanía a los animales domésticos, pero se los negamos a los que piensan diferente de nosotros.
Hace falta reconocer que Salta está tan atrasada en materia política como lo está -y muy visiblemente- en materia científica, cultural, medioambiental, deportiva o urbanística. Sin embargo, ¡qué se puede hacer si una mayoría de los que viven en nuestra Provincia creen que Noruega, Finlandia, Singapur o Corea del Sur no tienen ni siquiera para empezar con nosotros!
Poco se puede hacer cuando hay salteños que viven en países desarrollados («lejos del pago», que le dicen) que todavía echan de menos a Salta, los acullicos de coca, los bollos y las tortillas a la parrilla. Pienso sinceramente que estamos perdidos.
Con todo y sus dificultades, en lugares como Cuba, Venezuela y Corea del Norte las personas disfrutan de más derechos que en Salta. Viendo el estado de nuestra ciudad y de nuestra democracia, se podría decir que estamos más cerca de Gabón, que de cualquier otro país. Y lo digo con el máximo respeto hacia los gaboneses... y hacia los salteños, por supuesto.
Si Salta no está mejor de lo que está es por culpa del gobierno de Urtubey, de nadie más. No le demos tanta vuelta al asunto y pensemos que hemos llegado a un punto en el que tenemos que elegir entre seguir renovándole el crédito a los que destruyeron las libertades públicas, anularon los controles al poder y se enriquecieron hasta límites realmente fantásticos, o plantearse seriamente reedificar la democracia desde sus mismos cimientos para que sirva a quienes tiene que servir.
Hay señales de que algunos parecen decididos a explorar este último camino, pero todavía son señales muy débiles y poco consistentes. Mientras estas posturas reformistas no consigan imponerse, por la fuerza del número o de la razón, los salteños seguiremos condenados a lamentar la pérdida de perros y de árboles y a mirar con indiferencia los atropellos que todos los días se cometen contra las libertades y los derechos que deberíamos disfrutar todos. Y seguiremos creyendo que los derechos nacen del sombrero de gaucho del Gobernador, cuando en todas partes del mundo donde impera la democracia los derechos nacen en las leyes y se encuentran garantizados por ellas, y no por la voluntad del gobernante de turno.
Un solo ser humano plantado sobre la faz de la Tierra, aun sin libertades, sigue valiendo mucho más que todo el conjunto de los árboles y los perros del universo. Al menos así se desprende del plan divino. No cambiemos las cosas, solo porque a Urtubey se le ocurra.