
Este enfoque desmiente parcialmente la vieja creencia de que «la política fabrica enemigos», ya que lo que viene a plantear es justamente lo contrario; es decir, que son los enemigos los que propician la entrada en política de ciertas personas.
En los años 80, una mujer mayor residente en Cerrillos, ama de casa, sin ideología alguna, que mantenía una vieja enemistad con una vecina a raíz de unos geranios (que, a la postre, resultaron falsos), se candidateó a concejal solo para hacerle la vida imposible a su vecina.
En estas condiciones, a muchas personas en Salta -por ejemplo, a algunos periodistas- no les queda otra salida que intentar blindarse de sus enemigos aspirando a un cargo público, desde donde se supone -ellos así lo esperan- podrán fastidiar más rápido y mejor la vida de todo aquel que consideren indeseable.
Otros, que carecen tanto de talento como de agallas, ven en la actividad política una suerte de autorización administrativa para el funcionamiento legal de «patotas verbales». Como soy muy débil, tengo poco carácter y me siento muy poquita cosa, nada mejor que rodearme de una docena de lenguaraces que, a poco que se los entrene, pueden convertirse en unos estupendos insultadores seriales.
El ejercicio defensivo de la política desnaturaliza esta actividad, le resta brillo y la convierte en un escudo de intereses personales minúsculos e intrascendentes.
El ciudadano se ve obligado así a escarbar entre toneladas de basura -como si fuera un «recuperador» del vertedero- para encontrar las verdaderas intenciones de los candidatos, que normalmente laten ocultas detrás de una maraña de eslóganes y consignas que hablan del futuro, de la felicidad, del bienestar de nuestros hijos y de la prosperidad galopante que nos espera a la vuelta de la esquina, sin apenas mover un dedo.
La política que debemos defender no apunta a lo minúsculo y a lo particular sino a sus opuestos. Es, por decirlo de algún modo, una herramienta individual de ejercicio colectivo, que no sirve cuando se la utiliza como escudo personal y como arma arrojadiza contra el prójimo.
Quien a la política se aproxima debe estar preparado para pactar en cualquier momento hasta con su enemigo más aborrecido. Es decir, debe mostrarse dispuesto a renunciar a la defensa de sus intereses personales para salvar a la política y al grupo social que lo contiene. No demuestra su capacidad de diálogo y de acuerdo quien decide finalmente presentar una lista propia sabiendo de antemano que no sacará ni para el boleto de ómnibus.
Las elecciones suelen operar como un gran embudo que, a medida que se acerca la fecha, va reduciendo la diversidad de opiniones en el seno de una sociedad a unas cuantas opciones claras, simples y comprensibles. Esta es la tarea fundamental de los partidos políticos. Cuando estos no existen o no funcionan como debieran, la diversidad de opiniones, al contrario, se multiplica y adopta una preocupante forma en un sinfín de listas y de candidatos que no hacen sino confundir a los electores y anular su capacidad de discernimiento.
Defender a la política es defender su simplicidad. El que crea que vive en una sociedad políticamente hiperdesarrollada y culta porque los candidatos «lo ponen todo difícil» y utilizan sofisticados conceptos sociológicos se equivoca por completo. La tarea del candidato consiste precisamente en reducir la inevitable complejidad de las patologías sociales; en traducir a palabras llanas ese lenguaje técnico que parece indescifrable. Una sociedad como Salta, por la naturaleza y extensión de los problemas que afronta, no necesita más de cuatro o cinco diagnósticos diferentes. El hecho de que haya más de mil demuestra sencillamente que la política no sirve aquí para lo que tiene que servir.
Hasta el cansancio diré que la política hay que defenderla incluso de la democracia y de sus fundamentalistas. Siempre recordaré que los que quisieron abolir la política en la Argentina nunca obraron en nombre de las minorías sino todo lo contrario. Debemos defender a la política de aquellos que creen que el mayor número es un valor absoluto y que por ello mismo piensan que 3.000 listas de candidatos son mejor 300.
A la democracia solo se la puede defender hasta un cierto límite y este límite consiste en que los abusos mayoritarios no conduzcan a la negación de la diversidad y, por tanto, a la negación del conflicto. Muchas listas y muchos candidatos no es democracia sino la máscara bajo la cual aquellos que se creen los elegidos escenifican la farsa de una sociedad diversa en la que en realidad rige el pensamiento único.