
Dice el periódico que es el primer proceso de esta naturaleza que se entabla en los Estados Unidos y tiene su razón de ser en el hecho de que Trump decidió voluntariamente mantener la propiedad de sus empresas al convertirse en presidente. En enero pasado, el mandatario dijo que iba a transferir el control de sus activos empresariales a sus dos hijos adultos varones (Donald Jr. y Eric), para evitar posibles conflictos de intereses.
En la democracias de corte presidencialista, a falta de un control parlamentario periódico y preciso, son los jueces y los fiscales los que deben controlar al gobierno. Y para cuando estos fallan o hacen la vista gorda, para eso están los periodistas que ejercen una suerte de control de los actos del gobierno a través de los mecanismos de la opinión pública. La demanda que se proponen entablar los fiscales norteamericanos contra su presidente es un buen ejemplo de cómo funcionan estas cosas. Lo del Washington Post y el New York Times, otro tanto.
En Salta, sin embargo, no ocurre nada parecido a esto.
Los siete jueces que integran la Corte de Justicia de la Provincia están rendidos a los pies del Gobernador, cuyas órdenes y caprichos no tardan más que pocos minutos en convertirse en directrices jurídicas irresistibles, sin posibilidad alguna de recurso, como se ha podido comprobar en los últimos días.
Desde 2007 ningún juez de la Corte se ha preocupado por ejercer el control ni siquiera formal de los actos de gobierno, como no sea el de las municipalidades más pequeñas, a las que, por cierto, se le ha metido mano de una forma tan intensa y poco decorosa que cabe dudar de que en Salta exista lo que en otros sitios del mundo se llama la autonomía municipal.
Los fiscales, por su parte, jamás le han tosido al gobierno. Y ello, por razones algo más comprensibles, entre las que figura la organización piramidal del Ministerio Público salteño y la férrea alianza ideológica/religiosa entre el Gobernador y el Procurador General de la Provincia.
Algo así como el 80 por cien de la profesión periodística en Salta se encuentra a sueldo del gobierno provincial; ya sea porque los periodistas (titulados como tales) ocupan un cargo en la administración del Estado (reivindicándose al mismo tiempo como periodistas), o porque reciben una generosa subvención que les inclina a mirar con benevolencia las actuaciones del gobierno. Una subvención que claramente se encuentra en entredicho cuando el periodista o el medio de que se trate osa meterse en terrenos vedados, previamente señalizados por el gobierno con un celo que ya quisiéramos que tenga en las carreteras en donde la gente se muere por falta de señales, entre otros motivos triviales.
El caso más claro de este estrecho control gubernamental sobre la comunicación pública (un fenómeno inverso al que comentamos) lo vivimos a mediados de febrero pasado, cuando prácticamente todos los periodistas de Salta -excepto un grupo muy reducido de valientes- se negó en redondo a contar que un documental rodado por especialistas franceses y difundido ampliamente en Europa ponía en serio entredicho la responsabilidad del poder político provincial en la ocultación o el encubrimiento del doble crimen de las turistas francesas. La mano negra del gobierno se vio en aquella ocasión con una claridad (por no decir obscenidad) poco frecuente.
Si pensamos en instituciones fundamentales como la Auditoría General de la Provincia, el Tribunal de Cuentas, el Consejo de la Magistratura o el Jurado de Enjuiciamiento, la situación se vuelve ya escandalosa. Quien gobierna en Salta controla todos los resortes del poder sin excepción de ninguno y lo hace con un desparpajo o una alevosía parecidas al del supremo controlador del famoso panopticón de Bentham: un dispositivo que permite a un vigilante, gracias a una estructura de cristal, ver todo lo que hacen los demás pero nadie ver lo que hace él.
Esta es la democracia que con tanto ardor algunos defienden en Salta: una democracia que solo tiene de eso el nombre y las elecciones periódicas, que cada vez son más tramposas y menos creíbles. El cumplimiento de la ley y los controles democráticos sencillamente no existen. Un dato más que suficiente para que el que gobierna de este modo se sienta profundamente avergonzado, pida perdón y renuncie a su cargo.