
Los salteños nacidos entre 1997 y 2000, con permiso de sus padres, se enfrentan a un panorama desolador en materia de derechos y libertades.
Cuando llegue el año 2019 -que está a la vuelta de la esquina- la inmensa mayoría de ellos habrá conocido en Salta a un solo gobierno, a un solo estilo de gobernar, y, por debajo del ruido, habrán vivido en una sociedad plana y unidimensional en la que nadie o casi nadie levanta la voz para intentar cambiar la realidad que nos oprime o para denunciar los excesos del poder.
Con la política y las instituciones de Salta sucede como con la barrera de coral en los mares de Australia: si comenzamos a actuar ahora, con suerte, serán los nietos de la llamada Generación Z los que la verán regenerarse.
Quienes asoman a la vida cívica lo hacen con una idea deformada de lo que es la democracia. Para una parte muy importante de argentinos, la democracia se identifica, básicamente, por un rasgo negativo: el de que los militares no ejerzan el poder. Por debajo de esta característica fundamental, se añaden dos más: 1) que se celebren elecciones periódicamente; y 2) que los mandatos populares lleguen hasta el final.
Esta es -si se me permite- una visión acomplejada y temerosa de la democracia: la que conduce por el sendero más rápido y más directo a la tiranía de las mayorías.
La democracia es, entre muchas otras cosas, una deliberación permanente y consciente que permite evaluar a los gobiernos día a día para, fundamentalmente, permitirnos a los ciudadanos que nos deshagamos de los malos gobernantes. De allí que la sacralización de las elecciones y la intangibilidad de los gobiernos electos sean elementos que no combinan muy bien con una democracia dinámica, en permanente movimiento y que está protagonizada todos los días por una ciudadanía atenta, participativa e informada.
Salvo que recurran a los libros o a la emigración, los integrantes de nuestra Generación Z jamás tendrán los elementos que se necesitan para darse cuenta de que durante toda su vida han sido mal gobernados. La mayoría tenderá a aceptar la frivolidad del poder (la que exterioriza un Gobernador que sube y baja de los aviones, que se pasea por los estudios de televisión y que da la imagen de un hombre al que solo le interesa el show business) y pensará que la democracia es un pasatiempo ligero y hasta una forma divertida de vivir el poder.
Pero no. La democracia es una trabajosa conquista diaria a la que solo somos capaces de aspirar si apretamos los dientes y miramos la realidad como halcones, sin permitirnos distracciones. No me gustaría decir que es un «combate»; no solo porque estoy convencido de que los objetivos democráticos se pueden alcanzar con una mínima dosis de conflicto, sino porque la palabra apunta a exaltar uno de los lados más desdeñables de la política (el de la lucha) en desmedro de su auténtica esencia negociadora. Sería peligroso olvidar que en nuestro país es el «combate permanente» el que impide cerrar las heridas históricas.
La democracia es algo muy serio, una construcción colectiva que nos compromete como ciudadanos, apela continuamente a nuestra responsabilidad y que llama a las puertas de nuestra moral. A veces, incluso, lo hace de forma solemne. Cuando quienes hoy tienen entre 16 y 20 años ven al Gobernador de la Provincia ejerciendo de comediante en los programas de televisión de más baja calidad, al mismo tiempo que se multiplican las patologías sociales y se agravan los problemas de nuestra convivencia, uno se comienza a preguntar si rebajar de tal modo la seriedad de nuestras instituciones es lo que se debe hacer para enfrentar a los problemas que nos afligen a todos.
Nuestros jóvenes asisten con pasmo al espectáculo protagonizado por el presidente de los Estados Unidos, obsesionado por acaparar los titulares de la prensa todos los días, con medidas extravagantes (porque ni siquiera son demagógicas) que suponen siempre un desafío al sentido común. Al mismo tiempo, nuestros jóvenes comprueban que las reacciones a esta forma descarada y exhibicionista de gobernar tiene enormes e inmediatas repercusiones a escala mundial. Muchos se dan cuenta también que Donald Trump transita por una fina cuerda que le puede acarrear su destitución por el Congreso en cualquier momento.
¿Por qué no sucede lo mismo en Salta, en donde las extravagancias del poder son incluso más nítidas y alcanzan auténticas dimensiones de farsa?
Las razones no hay que buscarlas tanto en la contemplativa quietud de nuestros comprovincianos, que existe y no podemos negarla, sino en el amplio consenso en torno a que los mandatos deben ser cumplidos en su integridad y los «ciclos políticos», respetados. Nada hay más equivocado.
El juicio político -al que muchos ven como un sucedáneo del golpe de Estado- es una institución democrática como la que más. Y probablemente, junto con la Ley, sea de las más democráticas que existen, puesto que ambos instrumentos son la expresión de la voluntad del soberano, a través de sus representantes electos. El juicio político es el remedio más eficaz -y si acaso el único civilizado- para cuando el gobernante se ha vuelto odioso, vil o repugnante; para cuando una persona ha tiranizado a su pueblo.
Si, como sucede actualmente en Salta, nuestros representantes son señores que no representan los intereses del pueblo sino los del grupo gobernante, lo que hay que hacer, antes de plantearse cualquier juicio político, es cambiar a esos representantes dóciles al poder por otros que encarnen auténticamente los intereses de sus representados. En este sentido, las próximas elecciones legislativas son una oportunidad de oro para acometer un cambio radical en esta materia. Un juicio político llevado a cabo por cámaras que no representan la voluntad popular es un proceso viciado de antemano, algo que huele a traición, más que a justicia.
Salta no puede darse el lujo de seguir sacrificando a generaciones enteras en el altar de las vanidades personales. Y no puede renunciar a la innovación política y a la biodiversidad democrática, si quiere asegurar su supervivencia en los siglos que vienen. Debemos experimentar y tomar riesgos, si no queremos ver cómo en los próximos sesenta años se reproducen sin apenas variantes los esquemas de poder que solo han traído atraso y miseria para los salteños.
Y debemos hacerlo con la participación de todos, sin excluir a nadie, sin señalar enemigos y sin pronunciar condenas al ostracismo. Lo contrario sería instaurar el revanchismo bajo la máscara del cambio.
Para que esos salteños que asoman a la vida cívica no caigan pronto en la frustración, para que de una vez por todas renuncien a poner por delante sus intereses personales en desmedro de los del conjunto social, para que la democracia no perezca ahogada en su propio vómito y para que las instituciones que nos inventamos sirvan a quienes tienen que servir, y no a una minoría iluminada; para que el ganar unas elecciones no signifique automáticamente extender un cheque en blanco a nadie... Para todo eso, es preciso dar un gran salto cualitativo y demostrar al mundo que los salteños tenemos un poco más de talento escénico que el que se necesita para representar el papel de un celoso vendedor de suelos de madera por metro.