
Un grupo de entusiastas aficionados a los videojuegos de riesgo político viene intentando, desde hace algún tiempo, llevar a buen puerto una operación que consiste, básicamente, en revertir el movimiento de rotación de la Tierra, para crear lo que se conoce como «Bizarro World»; es decir, un universo particular en el que todo funciona al revés.
En el «Bizarro World», por ejemplo, sería consagrado ganador del Torneo Apertura, no el que acabara la competencia en el primer lugar sino en el último de la tabla; los sindicatos harían huelga trabajando el triple de la jornada legal; los más porros de la clase serían los encargados de portar las banderas de ceremonia y las conexiones más veloces a Internet serían las dial-up sobre par de cobre en vez de las de fibra óptica.
El experimento de los «gamers» sigue adelante, a pesar de la dificultad presupuestaria que entraña enviar a Superman a la exosfera para que haga girar la tierra en sentido inverso, porque en la Argentina todo o casi todo es posible; especialmente en política.
Solo a los argentinos, a los que pisan todos los días ese paño pegajoso, negro de estrellas impasibles, de que habló Cortázar, se les ocurriría aupar a la más alta magistratura del Estado nacional al Gobernador de una de las provincias más pobres del país, al líder que en diez años de gobierno solo ha conseguido demostrar que el mal gobierno no es incompatible con el glamour y el buen pasar personales. A quien con sus políticas con olor a sacristía ha convertido en un calvario la vida de sus comprovincianos y a quien se ha valido y se sigue valiendo de la ilusión y del esfuerzo de sus gobernados para saciar sus ambiciones de poder.
Los países no suelen suicidarse de un modo tan cruento. Pero en el caso de la Argentina no se puede descartar que algo como esto suceda, teniendo en cuenta la pasividad contemplativa que atenaza a una mayoría de ciudadanos y les impide actuar. Hablo también (o quizá especialmente) de aquellos que, en sus contradicciones existenciales, parecen condenados a amar sin remedio al país sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, como escribió aquel insigne descendiente de salteños nacido en Bruselas.
En lo que a mí respecta, el que esta operación suicida pueda consumarse no me preocupa tanto por el destino ulterior de un país ya condenado de antemano a la mediocridad, sino por lo que considero sería un injusto triunfo de los videojugadores, aficionados a la política y lectores compulsivos de encuestas.
Preferiría, si me diesen a elegir, un suicidio inspirado en el desvarío de algún intelectual de mala baba, a poder ser residente en algún país anglosajón, de barba blanca y fumador en pipa, que moviera los hilos silenciosamente, que sedujera a las masas invocando de vez en cuando a los clásicos para justificar una idea alocada, y que no instrumentalizara a una ciencia decente y respetable -pero ingenua- como lo es la política, condenándola a servir de vehículo para pequeños negocios de marketing y forzándola a renunciar a su objetivo de explicar razonablemente la realidad.
Toleraría mil veces a un Presidente inepto, que antes fue un Gobernador recontrainepto, a condición de que la política (esa política indomable que todos necesitamos para respirar) no se conformara con ser rehén de unos tipos que aprendieron a contar garbanzos antes que intentar comprender a Aristóteles.
Solo el avance -por ahora imparable- de la pobreza y de la falta de ilustración haría posible las dos cosas: un Presidente inútil y una política colonizada por microorganismos carentes de sistema nervioso.
Pero en ese país tirado a la vereda, esa caja de fósforos vacía, en el que abundan las vacas, el tango, el coraje, los puños, la viveza y la elegancia todavía hay personas obstinadamente decentes que se aferran a la idea de ciudadanía (con todo el retintín demoliberal que acompaña a la palabra) y que son capaces aún de denunciar la ineptitud de uno y los experimentos suicidas de los otros, para defender la democracia y la libertad.
Y si la Argentina se suicida, a corto o medio plazo, muchos habrá que recuerden a Joaquín V. González y que descubran, por fin, que el territorio de la estrategia es infinito y las energías para combatir la injusticia, inagotables; de modo que cuando se acabe la tierra, el enemigo deberá cabalgar por los aires sobre corceles alados, si es que quiere perseguir a los ciudadanos libres por los campos de la imaginación y del ensueño.
Será entonces la hora del triunfo de ese ejército invisible e invencible cuya inteligencia impide que los países habitados por personas más o menos sensatas rifen alegremente su futuro y comprometan el bienestar de las generaciones que vendrán fabricando zombies de diseño con las piezas maltrechas que quedaron dispersas después del fracaso de ciertos ídolos con pies de barro, que demuestran, un día sí y otro también, que la pobreza generalizada de la población y la masacre de mujeres indefensas son la mejor credencial para aspirar a los más altos cargos de la República.