
Hace un poco menos de dos años -concretamente en junio de 2015- publiqué en estas mismas páginas un breve artículo titulado «Juan Manuel Urtubey y Emmanuel Macron, frente a frente».
Muchos se preguntaron entonces quién era ese tal Macron y el por qué de mi osadía de comparar a un principiante casi desconocido con el ya consagrado Gobernador de Salta y aspirante a la Presidencia de la Nación.
Como no he tenido antes mucho tiempo para responder, aprovecho para hacerlo ahora: Emmanuel Macron es el presidente electo de la República Francesa.
Claro que entonces aún no lo era y muy pocos -casi nadie, a decir verdad- pensaban que podría lograrlo y en tan poco tiempo. No hablo de Salta, en donde el personaje era prácticamente desconocido, sino en Francia, en donde muy pocos dudaban de que la «pinza» de los dos partidos tradicionales iba a triturarlo en cuestión de pocos meses.
Muchos también pensaron que poner lado a lado a Macron y a Urtubey era una exageración. Todavía dudo un poco que lo sea.
Lo que me interesaba entonces era transmitir de la forma más amable posible el mensaje de que Urtubey, si quería llegar a donde se proponía (y donde creo que aún se propone), debería mirarse en el espejo de Emmanuel Macron, en el de Justin Trudeau o en el de Mark Rutte, antes de andar hurgando en los desvanes para hallar algún retrato amarillento del general Perón o de reeditar los errores de sus múltiples imitadores.
Pero durante el último año, mientras la figura de estos tres políticos se ha disparado por las nubes, la de Urtubey ha entrado en un preocupante cono de sombra. Lo único que se me ocurre pensar es que alguien lo está asesorando muy mal, pero no puedo asegurarlo.
Tengo la impresión -y espero equivocarme- de que el Gobernador de Salta ha malgastado su tiempo y que su candidatura ha perdido fuelle por sus ganas de contentar a todo el mundo con su polivalencia ideológica y con sus continuas cabriolas políticas. Pienso que llega un momento en la vida en que uno no debe tener miedo a convertirse en un personaje odioso para cierta parte de nuestro prójimo. Y hoy, odioso e impopular, es el que se anima a decir la verdad.
En el último año y medio, el Gobernador ha elegido otro camino (el de la frivolidad) y aunque sus cada vez más frecuentes viajes a Europa y a los Estados Unidos hacen albergar alguna esperanza de que en algún momento pueda producirse un «giro hacia la moderación», las señales que llegan de uno y otro lado del mundo indican que cualquiera sea el punto del arco ideológico en que el Gobernador quiera situarse, siempre jugará sus cartas políticas con ese maniqueísmo tan intenso que todos le conocemos y que tan poco favor le hace.
¿Qué tienen en común Trudeau, Macron y Rutte? Pues que los tres no tienen miedo en definirse como «liberales», una palabra a la que una cierta parte del pensamiento político nacional ha combatido de modo irresponsable sin saber que estaba jugando con las cosas de comer.
Es decir, que mientras una revolución liberal iluminaba al mundo y le plantaba cara al auge de los populismos proteccionistas en defensa de la democracia, el Gobernador de Salta prefirió encerrarse en el corporativismo más elemental, aderezado con algunos toques de nacionalismo católico desarrollista. Parecen solo palabras difíciles, pero cuando comprobamos que detrás de estas opciones de pensamiento se oculta el bienestar o el sufrimiento de mucha gente, las palabras dejan de tener un significado neutro.
En suma, que el liberalismo que transformó al mundo de raíz a finales del siglo XVIII, que fue el que propició el surgimiento y consolidación de la clase obrera y que permitió que la Argentina se erigiera en un país independiente en el siglo XIX, está viviendo una segunda juventud, pero no de la mano de unas momias retrógradas y reaccionarias defensoras de los privilegios burgueses, sino de una nueva clase de políticos jóvenes, abiertos y cosmopolitas, que tienen para ofrecer al mundo un compromiso con el futuro y la justicia social. Políticos cuya media de edad es, por cierto, de cuarenta años.
Sigo pensando que el Gobernador de Salta, un especialista en cambiar de vereda según se le ponga el sol, debe intentarlo por este camino, aunque sea ya un poco tarde. Serán sus conciudadanos los que juzgarán después si lo hace sinceramente o no. Pero quienes lo asesoran deberían darse cuenta un poco de que no todo es Donald Trump, Putin, el pirateo y la mentira organizada. Hay modelos ejemplares en el mundo de los que mi paisano Urtubey podría extraer una enseñanzas democráticas muy provechosas, por no decir muy necesarias.