
No hablamos de procrastinar por procrastinar, sino de la versión más paralizante del conservadurismo vernáculo: la que no rechaza las reformas sino que las aplaude, pero a condición de que se hagan en un futuro lejano e incierto.
Mientras ellos ejerzan cargos, mientras sus hijos vayan al colegio y sus mujeres cobren un sueldo de la administración pública, mejor que no se toque nada. No vaya a ser cosa que algún loco meta mano y luego nuestros hijos (que estudian arquitectura en Buenos Aires) no puedan comer milanesas todos los jueves, como lo vienen haciendo hasta ahora.
Estos progresistas de boquilla se caracterizan por comentar positivamente cualquier iniciativa reformista, siempre a través de vías de comunicación subterráneas y a ser posible en voz baja; y al mismo tiempo por tomar decisiones, votar leyes o redactar sentencias que confirmen que Salta se encuentra anclada en el medioevo y que todavía falta para que aquí nos lleguen los beneficios de la Ilustración y el Renacimiento.
Un día simpatizan con el Estado mínimo y al día siguiente aplauden al Estado keynesiano y benefactor. Para ellos se trata de simples matices. Lo importante es que no nos movamos de donde estamos; es decir del Estado que nos acaricia la espalda y que cada treinta días deposita en los cajeros automáticos nuestro sueldo y el de nuestra abnegada esposa.
Por supuesto, para que este sistema de beneficios y prebendas singulares se mantenga en pie, hay que hacer algunos retoques, como por ejemplo, implantar el voto electrónico. Si la gente vota con el papel de siempre, puede que un día gane las elecciones alguien que no debería ganarlas. Es mejor controlar esto.
Mañana, por ejemplo, si a alguien se le ocurre gobernar doce años seguidos, podría ocurrir que esa persona, todavía desconocida, acumule tanto poder que pueda controlar el Poder Judicial y el Poder Legislativo. Es decir, que esa persona podría ponernos en aprietos, pues tendría el poder suficiente para husmear en nuestra gestión pasada, exigirnos responsabilidades y hasta mandarnos presos. Mejor entonces curarse en salud y reformar la Constitución, para que después de nosotros nadie pueda gobernar, jamás, doce años seguidos.
Así funciona en Salta esto del reformismo democrático. La reforma según la cara del cliente.
El miedo a la libertad y la desconfianza hacia el ciudadano común, siguen dictando los contenidos de la política lugareña, que permanece anclada en unos moldes muy parecidos a los que dejó -peligrosamente vivos- el general José Félix Uriburu en la década de los treinta del siglo pasado.
El poder existe para ser ejercido con rienda corta y si de eso se trata la política, pues lo mejor es cerrar la puerta a cualquier reforma que intente que el poder se distribuya con equidad entre ciudadanos libres y responsables.
Y la mejor vía para hacerlo no es oponerse tenazmente a las reformas, sino aplaudirlas a rabiar y elogiar a quienes las proponen, y en rogar al cielo de que no se les ocurra llevar a cabo sus siniestros planes mientras nosotros (y nuestras mujeres) ocupemos los puestos que ahora ocupamos.