La reforma política no puede quedar en manos de los que destruyeron las instituciones de Salta

  • El acuerdo entre Urtubey y Romero para reformar las instituciones de Salta tropieza con un inconveniente: lo impulsan los mismos que cambiaron tres veces la Constitución de Salta para su propio beneficio.
  • Una jugarreta política
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Nueve de cada diez salteños piensan que es necesaria una reforma política. La mayoría de ellos cree que hace falta una reforma profunda que sea capaz de poner a nuestras instituciones en sintonía con los tiempos en que vivimos.

A pesar de que los funcionarios se empeñan en dar la imagen contraria, el gobierno de Salta no vive en un frasco y tiene sus antenas bien paradas, con el fin de auscultar a cada momento las intenciones y preferencias de los ciudadanos, a los que de tanto en tanto intenta complacer por cualquier medio, con un solo límite: que no se cuestione el poder ni los privilegios del que manda.

Pero sucede que entre esas preferencias ciudadanas ocupa un lugar muy importante el deseo de que el actual Gobernador deje su cargo de una vez y que admita que su derecho a mandar es cada día menos legítimo y, en cualquier caso, menos útil y eficiente para el conjunto de la sociedad salteña, para sus intereses y para su futuro.

Por esta razón es que el gobierno, después de tomar buena nota del impulso reformador de la mayoría social, pretende a toda costa aparecer en público como el líder de la operación reformista; o, al menos, como el factor de impulso y unión que promueva el diálogo entre los sectores políticos interesados.

No hay por qué dudar de que el gobierno quiere reformar. Pero quiere hacerlo no para avanzar hacia el futuro ni para abrir las puertas al pluralismo y al entendimiento multilateral, sino para blindar su impunidad a largo plazo primero y asegurarse después de que influirá en las decisiones colectivas durante cincuenta años más, por lo menos.

La realidad es un prisma inmejorable para mirar y juzgar la sinceridad de las intenciones del gobierno.

Y la realidad dice que el mismo Gobernador que se presta a un paripé de diálogo político, es el mismo que pocas horas atrás vio cómo una de las instituciones fundamentales de la Provincia -el Consejo de la Magistratura- estallaba por los aires a causa, entre otras cosas, de su intervencionismo descarado y militante en el proceso de selección de jueces; y el mismo que no tuvo vergüenza en reconocer la ayuda del Estado (de todos los salteños) al crecimiento de una clínica privada en la que tienen intereses miembros de su antigua familia política y de la que son herederos sus hijos.

Son demasiadas rayas para un tigre que se empeña en hablar de «institucionalidad» como si fuera la cosa más importante que hay en la vida.

Pero hay más realidades: la reforma política es y debe ser una operación ambiciosa orientada a transformar de raíz nuestras instituciones y nuestra forma de gestionarlas. Una operación que sustituya, a la mayor velocidad y con la mayor profundidad posible, los equilibrios, las formas y los procedimientos inventados a gusto y paladar de una generación de políticos unidos por el hilo común de la ambición personal y descontrolada por el poder.

Por tanto, no es una reforma que puedan hacer -ni siquiera a título de observadores- los dos últimos gobernadores de Salta (Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey), que son los máximos responsables del descalabro institucional que vivimos. No son ellos los llamados a reparar las vigas ni los cimientos del edificio que con esmero se dedicaron a destruir en los últimos veintidós años.

Tanto Romero como Urtubey pueden haber cambiado de ideas acerca de la duración de los mandatos del gobernador, de los concejales y de los intendentes, o sobre la necesaria transparencia en los mecanismos de selección de los jueces. Faltaría más que no pudieran hacerlo. Pero ninguno de ellos tiene la autoridad moral suficiente para proponer y, menos aún, para ejecutar cualquiera estas reformas.

Cuando llegue diciembre de 2019 -si es que Donald Trump y Kim Jong-un no lo impiden- entre los dos (a Urtubey y Romero me refiero) habrán gobernado 24 años, gracias a las reformas constitucionales cuya abrogación parecen hoy abanderar uno y otro. «Después de nosotros, nadie», parece ser el mensaje. Para que Salta se quede con la idea de que solo dos hombres han gobernado a los súbditos más tiempo que cualquier otro en la historia. Una vez atravesado el puente, toca dinamitarlo.

Pero a la reforma hay que hacerla igual, entre otros motivos porque los dos gobernadores «long play» llegan al final de su vida política con un bagaje paupérrimo de logros, conquistas y avances. Ninguno de los dos pasará a la historia como un gran reformador, sino, con mucha suerte, como discretos conservadores que supieron encarnar muy bien el espíritu gaucho y encabezar con elegancia las procesiones, pero que esparcieron un reguero de miseria en el corazón de su pueblo.

Otros vendrán que lo harán mejor, y en menos tiempo. Pero esta posibilidad no les inquieta tanto como pensar que la Constitución actual tiene un agujero (horadado por ellos mismos) que permite gobernar sin límites a varias generaciones de salteños. «Nadie sino nosotros está capacitado para gobernar durante doce años seguidos».

El diálogo político, entendido como los intentos de las diferentes fuerzas políticas de sustraer algunas materias y cuestiones al debate cotidiano, no tiene por qué ser protagonizado ni liderado por el gobierno. Estaría tan mal excluirlo, como reconocerle un plus de legitimidad para encauzar las reuniones, señalar los temarios y fijar tiempos y calendarios. Un gobierno que no ha ahorrado esfuerzos para hacer todo lo contrario a lo que hoy dice que hay que hacer no merece la confianza de nadie, y debería -por sí solo y sin que se lo imponga nadie- sentarse calladito a escuchar lo que los demás tienen que decir.

Las reformas solo pueden ser realizadas por los que creen en ellas y no por los que simplemente se aprovechan de la indignación de sus conciudadanos para montar un circo en el que las fieras siguen siendo las mismas de hace veinte o treinta años.

Mientras no haya sobre la mesa un proyecto de reforma elaborado de forma transparente por ciudadanos limpios, no comprometidos con las oligarquías partidarias ni con los grupos de poder, y libres de cualquier sospecha de complicidad con las atrocidades cometidas en el pasado reciente, cualquier operación de diálogo o de reforma liderada o participada por Juan Carlos Romero o Juan Manuel Urtubey no será más que una farsa.

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