Urtubey, el hombre que no teme a Dios

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Ayer, en una entrevista que le hicieron por radio, el Gobernador de Salta afirmó, no antes de una breve hesitación, que no teme a Dios. Y justificó su temerario juicio diciendo: «porque Dios es justo y no se debe temer a la Justicia».

Para muchos de los que lo escucharon, el mandatario no hizo más que expresar, con cierta elegancia y pretensión efectista, el vigoroso sentimiento que arde en su fuero más íntimo: «La Justicia divina y yo somos la misma cosa».

Para otros, un poco más despistados y coyunturales, el mensaje fue otro: «El Consejo de la Magistratura está meando fuera del tarro».

A estas horas de la madrugada, nadie ha podido confirmar que el Arzobispo de Salta ha llamado al Gobernador para tirarle de las orejas, por su osadía de expresar su falta de temor de Dios, que hablando en términos penales, configuraría automáticamente un pecado de soberbia típicamente antijurídico.

La verdad es que colocarse a la altura de Dios es algo relativamente novedoso, pues hasta ahora los pequeños tiranos solo se animaban a reivindicar el origen divino de su mando, pero no a reclamar un lugar a la diestra del Todopoderoso, como ha hecho ayer Urtubey.

Para un apasionado de la lectura de los evangelistas, este estallido de soberbia es todavía más grave. Podemos leer en Lucas (12:5; Hebreos 10:31) que para un no creyente, el temor de Dios consiste en temer el juicio y la muerte eterna, que, como todos sabemos, comporta la separación eterna y definitiva de Dios.

Para un creyente, sin embargo, el temor de Dios tiene otro significado, llamémosle, más glorioso, que se encuentra resumido en otro brillante pasaje de las Escrituras (Hebreos 12:28-29) «Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor».

Cualquiera se da cuenta que, al leer esto, Urtubey pudo haber interpretado, o bien que Dios es el enemigo de los bomberos y las mueblerías de la avenida San Martín o que sus directrices deben ser sometidas a la Secretaría de Defensa del Consumidor. Pero ante la duda, lo que está claro es que lo que verdaderamente sedujo al Gobernador del mensaje cristiano es aquello del «reino inconmovible». ¡Guau! ¡Qué fantástica idea!

Pero el temor de Dios, más que una magnífica idea para gobernar a pata suelta y sin límites de ninguna naturaleza, es un don del Espíritu Santo y, como tal, nuestro deber es cultivarlo y no negarlo como si fuese algo que se pueda dejar de lado como a un par de zapatillas que no nos gusta. Un don que nos previene de ofender a Dios, que nos ayuda a tener miedo de realizar nuestra propia debilidad, y a saber que con facilidad podemos caer en el pecado mortal, y así condenarnos. El que no teme a Dios se condena por sí solo.

San Agustín decía aquello de «ama y haz lo que quieras», pero por su propia experiencia de vida también escribió extensamente sobre la necesidad del temor como motivo para el arrepentimiento. Quien a Dios no teme, por lógica, no tiene motivos ni necesidad de arrepentirse y muy difícilmente pueda corregir sus acciones. Ahora sabemos por qué el Gobernador de Salta es un consumado especialista en esto de perseverar en el error.

El temor, según San Agustín lleva al dolor del corazón por el pecado: Compuctus corde non solet dici nisi stimulus peccatorum in dolore penitendi.

Si el señor Arzobispo no quiere quedar desairado y outdated como el Consejo de la Magistratura, pues ya debería ir enviando a su piadoso nuncio a Las Costas para salvar el alma de su oveja descarriada, que se encuentra en grave peligro. Y no desde ayer, precisamente.