Urtubey: ¿Con las bolas calientes o con las bolas frías?

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Esta mañana, el Gobernador de la Provincia ha insinuado que el Consejo de la Magistratura, o algún espíritu malvado que habita en sus adyacencias, pretende imponerle, mediante el empleo de «artilugios corporativos», la designación de miembros (o «miembras») de la familia judicial, sospechosos/as de haber hecho trampas en un concurso público.

Pero sucede que el sistema previsto y regulado en la Constitución provincial, deja al Primer Mandatario un espacio acotado de discrecionalidad (puede elegir a uno entre tres candidatos propuestos), de modo que si en alguna terna aparece el nombre de una sospechosa o un sospechoso de haber hecho trampas, siempre le queda al Gobernador la posibilidad de elegir, en completa libertad, a los otros dos. Salvo, claro está, que en una terna figuren tres tramposos, o que el Gobernador piense que todos los que aspiran a ser jueces son en realidad unos fulleros; unos consumados tahúres del Mississippi.

Si se escucha con atención las declaraciones que ha efectuado hoy el gobernador Urtubey en radio FM Aries, se podrá advertir que el sistema de designación de jueces funciona en la práctica del siguiente modo: el Consejo de la Magistratura celebra un concurso de antecedentes y oposición, y, al final, propone al Poder Ejecutivo una terna con los candidatos que han obtenido el mayor puntaje. Luego, por teléfono, alguien le dice al Gobernador: «Che, hay que elegir a la doctora Anchorena de los Altos Pinos del Parque San Martín, porque los doctores Puca y Mamaní integran la terna de relleno».

Se podría decir que en materia de interferencia del poder político en los mecanismos y los recursos judiciales, poco han cambiado las cosas en Salta desde que a comienzos de los años 90 circularan aquí de forma semiclandestina unas escuchas telefónicas entre un ministro del gobierno y un alto personaje de la justicia local. En ellas no solo quedaba de manifiesto «la larga vara» del gobierno de entonces (abuelo del actual) para enderezar a los jueces independientes, que preveía el inmoral recurso del diseño de jurisprudencia «a la carta», sino también la incómoda revelación pública de la afición de algún magistrado al consumo incontrolado de Lexotanil.

Lo que ha pasado ahora con el Gobernador de Salta -como en su día ya sucedió con Pelé- es que alguien parece haberle señalado de antemano cuáles son las bolas calientes y las bolas frías que hay en la ensaladera, para que, después de revolverlas con su mano inocente, elija a los señalados por el dedo del poder.

Ha querido el destino que, en el caso de los cinco tironeados cargos de la Cámara de Apelaciones, las bolas calientes hayan salido demasiado calientes, hasta el punto de que pueden quemarle los dedos al Gobernador.

En decenas de casos similares, el Consejo de la Magistratura ha aplicado la misma metodología de selección. En todos los casos, aunque el favoritismo ha sido tanto o más evidente que en el caso del concurso de jueces de cámara, el Gobernador no ha dicho ni pío. Por ejemplo, nada ha dicho el Primer Mandatario de que haya salido ternada la jueza que concedió amparo al vicepresidente del Consejo de la Magistratura, en una clara devolución de favores. Y así más de una decena de casos de concursos «cantados» que podrían haber provocado el mismo ataque de dignidad republicana o uno más grave, pero que no produjeron consecuencias jurídicas de ningún tipo; excepto en el recordado caso Robbio Saravia, en el que el favoritismo del Gobernador quedó plenamente al descubierto antes de que se consumara la infamia.

Si al Gobernador no le gustaban los candidatos seleccionados por el Consejo de la Magistratura para la Cámara de Apelaciones, lo único que podía hacer es ir a llorar a la cruz, ya que las ternas, por imperativo constitucional, son «vinculantes». Y si el Gobernador estaba en desacuerdo con el procedimiento aplicado por el Consejo de la Magistratura, debió haber acudido inmediatamente a un juez a solicitar la suspensión cautelar del proceso, por lo menos hasta tanto la autoridad judicial pudiera revisar la legalidad de lo actuado. Ello le habría permitido excusarse, al menos temporalmente, de su deber de cumplir el mandato constitucional de proponer un candidato al Senado. Pero no lo hizo.

Al contrario, pretendió imponer su interpretación personal de lo actuado en el concurso; una interpretación impuesta o fuertemente influida por las presiones del diario El Tribuno, convertido otra vez en árbitro de la política local.

Pero, según el discurso que hemos escuchado hoy, al Gobernador no le molesta tanto que venga alguien y pisotee la Constitución, sino que ese alguien no sea él.

Y en este caso, lo que le molesta en particular es que las bolas hayan salido demasiado calientes del Consejo de la Magistratura y que la decisión del concurso no le haya permitido a él -como en ocasiones anteriores- ejercer su favoritismo con la discreción y el disimulo acostumbrados. Es decir, que lo que ha provocado el disgusto general (a los concursantes tramposos, a los consejeros venales y al propio Gobernador) es que les hayan dado la cana.