
Lo ha hecho sin respetar la rigurosa división de funciones y de tiempos establecida por la Constitución de Salta en el proceso de designación de jueces del Poder Judicial, ya que el Gobernador nada tiene que decir sobre los procedimientos seguidos por el Consejo de la Magistratura para seleccionar los candidatos, así como el Consejo de la Magistratura nada puede decir o hacer frente a la elección posterior, que compete exclusivamente al Gobernador.
Además, tanto a uno a como a otro le está vedado, por igual, inmiscuirse en los procedimientos parlamentarios que conducen al otorgamiento (o no otorgamiento) del acuerdo del Senado a los candidatos, primero seleccionados por el Consejo de la Magistratura y luego propuestos por el Gobernador de la Provincia.
Pero lo más llamativo no es la flagrante violación de las normas constitucionales por parte del Gobernador, que no se consuma como sostienen algunos con su decisión de «devolver» las ternas al Consejo de la Magistratura, sino con su insólita pretensión de que este órgano convoque a nuevos concursos para cubrir los mismos cargos. Esta última, sí que es una transgresión mayúscula a las normas constitucionales, pues lo que encubre esta decisión es una declaración de nulidad solapada, que el Gobernador no está autorizado a pronunciar, en ningún caso.
El Gobernador no solo se ha pasado las normas de la Constitución por el arco del triunfo, sino que también ha hecho añicos dos principios jurídicos básicos: el de la presunción de legitimidad que ostentan los actos administrativos (la resolución de los concursos por el Consejo tiene este carácter, y el de la interdicción de la arbitrariedad en la actuación de los poderes públicos.
Pero aunque los vicios que pudieran haberse producido en el concurso fuesen patentes y manifiestos -como sostiene el Gobernador- una declaración de tal naturaleza solo la puede hacer un juez y en el marco de un procedimiento de naturaleza jurisdiccional, tramitado con todas las garantías.
Los vicios de arbitrariedad o legalidad manifiestas no pueden ser apreciados «a ojo» por ningún magistrado del Estado. Deben ser objeto de alegación y de prueba en un procedimiento contradictorio, de forma tal que para esas situaciones extremas, en donde la presunción de legitimidad es más débil o incluso inexistente, la vía procesal idónea es la acción de amparo (Pustelnik, Fallos: 293:133).
Y para complicarle más las cosas al Gobernador, antes de que él decidiera sacudirse los prejuicios y entrar en «modo turbo», alguien interpuso una acción de amparo contra los citados concursos y existe hoy una sentencia judicial que dice con bastante claridad de los concursos son plenamente válidos. Aunque esta sentencia no es firme y probablemente no sea justa, no hay ninguna razón para que el Gobernador la haya ignorado y haya salido con semejante despropósito.
Por supuesto, cabe la posibilidad -y hoy más que nunca- que la Corte de Justicia (que es quien debe resolver en última instancia la suerte de la mencionada acción de amparo), le quite la razón al Consejo de la Magistratura (supuesto extraño pero no improbable) y a la jueza que sentenció el amparo en primera instancia, y termine dándosela al Gobernador de la Provincia.
Si ello ocurriera, se producirían dos consecuencias inevitables: 1) los miembros actuales del Consejo de la Magistratura deberían dimitir en bloque (o el Gobernador pedir que sean destituidos), puesto que su continuidad en los cargos sería ya moralmente insostenible; y 2) la Corte de Justicia se enfrentaría a una cadena de abstenciones (excusaciones), no solo por el hecho de que dos jueces de la Corte integran el Consejo de la Magistratura, sino porque el resto de los magistrados del tribunal tiene trato profesional y personal diario con la concursante que solicitó el amparo. La anulación judicial del concurso exigiría así un despliegue insólitos de medios y de movimientos que podrían conducir a la parálisis o a la espera.
Si la Corte, cualquiera sea su conformación, resuelve la suerte del amparo, no puede de ningún modo ignorar los excesos en que ha incurrido el Gobernador de la Provincia. Es decir, debe ponerlo en su lugar, de forma discreta y respetuosa pero al mismo tiempo contundente.
Si el Consejo, por miedo escénico o por lo que fuera, decidiera flexionar las rodillas y volver a convocar los concursos, como quiere el Gobernador, los que resultaron ya seleccionados podrían reaccionar con firmeza en defensa de sus derechos oportunamente declarados y poner en un serio aprieto al Consejo de la Magistratura. Y al propio Gobernador, ya que éste podría ser obligado judicialmente a elegir candidatos de las ternas ya propuestas y a guardarse sus sonoras palabras sobre la validez del discurso en un lugar seguro, pero menos noble.