La responsabilidad del Gobernador de Salta en la debilidad institucional

A finales de 2007, Juan Manuel Urtubey prometió a los salteños, entre otras maravillas, que iba a fortalecer las instituciones de la Provincia para ponerlas al servicio del interés general y no del de una clase afortunada o un grupo de influyentes.

Diez años después, aquellos ciudadanos honrados que creyeron en su promesa y se ilusionaron con una vida mejor, con procesos públicos más justos y transparentes y con una política cada vez más alejada de la corrupción y el amiguismo, se sienten hoy defraudados.

El Gobernador de Salta no solo no ha demostrado en diez años ningún interés en hacer las reformas necesarias para que nuestras instituciones dejen de ser manipulables y tercermundistas sino que ha encontrado en estas debilidades -que desde luego él no ha inventado- un alimento formidable para su monstruosa maquinaria de poder ilimitado.

Al cabo de todo este tiempo hemos aprendido -lamentablemente- a convivir con este tipo de instituciones disfuncionales, opacas y arcaicas. Y lo hemos hecho porque quien más quien menos ha encontrado un hueco en el que poder anidar. Por un sueldo periódico o un trabajo para su esposa o para sus hijos, muchos han claudicado a la hora de denunciar los males que nos rodean y renunciado a exigir las reformas necesarias.

Sin embargo, otras personas se han dado cuenta -y hace tiempo- de que la debilidad institucional en la que vivimos nos sumerge en un ambiente enrarecido que reduce la motivación y afecta a nuestra productividad; un ecosistema que reduce a menos de la mitad nuestra satisfacción de ser ciudadanos, y en el que la conformidad, muchas veces explicable, de la mayoría parece inclinarnos a todos al inmovilismo.

El problema más grave, sin embargo, es que quienes podrían en Salta liderar un movimiento de rebeldía capaz de expresar provechosamente la insatisfacción social con el discutible nivel de eficiencia y transparencia de nuestras instituciones son aquellos que más desmoralizados están. La motivación y los estímulos para continuar siendo honrados son cada vez menores, como resultado de una combinación entre la ineficiencia de la política, la falta de organización de nuestros recursos comunes y las desproporcionadas ganancias que obtienen los gobernantes y las figuras políticas que utilizan el poder público, o su proximidad con él, para su interés personal.

Se podría decir que estamos ante un círculo vicioso muy difícil de romper, con la particularidad de que aquí nada permanece estático, sino que, al contrario, todo -especialmente la calidad de nuestras instituciones- parece ir cada vez a peor.

Aunque a diez años del comienzo de su mandato el Gobernador quiera aparecer ahora como un político sensato, nadie puede ingnorar su responsabilidad en el deterioro creciente de nuestras instituciones, en la falta de confianza de los ciudadanos en los procedimientos públicos y en la agobiante sensación de manipulación, de corrupción y de amiguismo que se deriva de la ocultación de información pública básica a los ciudadanos. El Gobernador es el principal responsable -no el único- de todos estos males.

El Gobernador de Salta no es precisamente la persona más indicada para dar lecciones de moral y de calidad institucional a nadie, de modo que, cuando lo hace, transmite a todo el mundo la sensación de impostura y de oportunismo político. Quiere esto decir que aunque sus propósitos sean sinceros -algo que no se puede descartar del todo- tantos años pescando en río revuelto inclinan a las personas honradas a pensar que el Gobernador busca algo no demasiado bueno con su arrebato de repentina sensatez.

El desafío de la justicia

El sistema judicial de Salta tiene un número bastante elevado de defectos importantes; el 90 por cien de los cuales son comunes a otros sistemas judiciales, incluidos los de muchos países avanzados del mundo. En momentos de crisis como el que vivimos no se puede cargar las tintas sobre los jueces porque, con defectos o sin ellos, son los únicos que nos pueden proteger de la arbitrariedad del poder. Más que denostarlos y pedir que se reformen de arriba a abajo como si fuesen unos inútiles sin remedio o unos corruptos irrecuperables, lo que toca ahora es ayudarlos: a mirar mejor la realidad que los rodea, a adoptar decisiones más justas, a tratar al poder más con desconfianza que con reverencia, a cumplir con la ley ante que con los deseos particulares de nadie.

Nuestros jueces necesitan hacer un clic que les permita abandonar esa tentación de ecuanimidad salomónica, y las veleidades políticas que adornan innecesariamente la función jurisdiccional, para pasar a ser -al menos transitoriamente- «dispositivos» de aplicación de la ley (como lo pensaron Rousseau y Montesquieu) y de tutela de los principios, garantías y derechos de la Constitución. Ya con eso tienen bastante. No necesitamos, por el momento, que se conviertan en héroes de ninguna epopeya ni en víctimas propiciatorias.

Por supuesto que necesitamos un sistema de designación de jueces más transparente, más eficiente y menos politizado. Pero en este aspecto, los jueces pueden hacer poco más de lo que ya hacen. La reforma del sistema de selección y designación es un asunto que compete, en parte, al Poder Legislativo (hay cuestiones que solo puede resolver el Constituyente), por lo que nuestro deber cívico consiste tanto en respetar las competencias y los tiempos legislativos, como en no renunciar a pedir, cuantas veces sea necesario y cada vez con mayor insistencia, una reforma profunda.

Pero como sucede con un importante número de materias y de cuestiones cuya mejora es urgente de acometer, antes de esperar la reforma de las leyes o de la Constitución lo que cabe es intentar mejorar las cosas con los instrumentos normativos que actualmente nos rigen. Porque un mal diseño institucional se puede convertir en la peor pesadilla, si además de ser malo de por sí, quienes tienen la responsabilidad de utilizarlo lo hacen todavía peor.

Por tanto, la primera medida que hay que tomar es la de exigir a los jueces que cumplan con su misión de controlar al poder. Tenemos que darnos cuenta y hacer que los jueces comprendan que su renuncia a este deber fundamental se encuentra en la base de todos los cuestionamientos y de todos los problemas. Los jueces pueden hacerlo. No cabe dudar de ello.

La segunda medida es exigir al Gobernador de la Provincia que gobierne y no busque todas las semanas atajos para mandarse a mudar a otros lugares. No le pagamos para que viva en eternas vacaciones o en una luna de miel perpetua.

La tercera medida es influir sobre nuestros legisladores para que en vez de obsesionarse con las próximas elecciones y con la posibilidad de vivir otros cuatro años sin hacer prácticamente nada dediquen su tiempo a escuchar las demandas que la sociedad formula para reformar las instituciones. Y que en vez de sancionar esas hermosas leyes que nos obligan a cantar marchas y canciones patrióticas se dediquen a reflexionar, a debatir y a consensuar las normas que regirán nuestra convivencia el día de mañana, sin esperar la bendición del gobierno, ni en forma de complicidad previa ni en forma de reglamentos posteriores.

La cuarta medida es inculcar el respeto de nuestros conciudadanos por las instituciones que nos rigen, así sean débiles, defectuosas o disfuncionales. El respeto es innegociable y es la base para encarar, en un clima de fraternidad cívica, las reformas que con urgencia necesitan nuestras instituciones.