No se puede aplaudir el autoritarismo, jamás

mt_nothumb
La decisión del Gobernador de la Provincia de desconocer el resultado de un concurso público para seleccionar cinco candidatos a jueces de segunda instancia es una medida que debe ser analizada con el máximo cuidado por los ciudadanos.

No porque el citado concurso haya estado amañado o haya sido resuelto de espaldas a la ley debe atribuirse a la intervención del Gobernador un significado «justiciero» del que carece.

Tratándose de un procedimiento administrativo y de una resolución declarativa de derechos, la vía para dejar sin efecto los concursos y privar de derechos a quienes -bien o mal- han resultado seleccionados, no puede ser otra que la judicial.

Antes que acudir a la vía judicial, el Gobernador ha preferido hacer una consulta a la Fiscal de Estado (mal encuadrada jurídicamente), y, en base a un supuesto dictamen, que los ciudadanos desconocen porque el gobierno no lo ha informado, ha decidido devolver las ternas al Consejo de la Magistratura para que convoque a nuevos concursos para las mismas plazas.

La medida solo puede ser efectiva en tanto y en cuanto el Consejo de la Magistratura se allane y acepte sin rechistar el golpe sobre la mesa que ha dado el Gobernador. Pero si lo hiciera de este modo, estaría sentando un nefasto precedente institucional, pues su mansedumbre significaría en este caso reconocer que el Gobernador puede hacer más cosas de lo que la Constitución y las leyes dicen que puede hacer.

El asunto se arreglaría en cuestión de horas si la Corte de Justicia decidiera revocar la sentencia de la jueza Mukdsi y estimar en consecuencia la acción de amparo interpuesta por una de las participantes del concurso, que fue desestimada en primera instancia. Solo de este modo la anulación del concurso sería jurídicamente presentable.

Pero aunque lo fuera, siempre quedará la sensación de que el criterio personal del Gobernador, en una materia que le es competencialmente ajena (bien que de modo parcial) es superior a la de un órgano colegiado que solo dedica, exclusivamente, a seleccionar a los candidatos a jueces y magistrados.

No hay dudas de que el Gobernador con su apresurada decisión ha puesto un pie y medio fuera de la Constitución y que una actitud de esta naturaleza, en la medida en que supone ignorar las normas que limitan el ejercicio de sus potestades e invadir la esfera competencial del Poder Judicial, no puede ser objeto de alabanzas sino de críticas.

Cualquiera sea la solución, la única víctima será la credibilidad de los ciudadanos en sus instituciones y en el sistema de justicia. Es preciso encontrar la manera de conciliar los intereses de los aspirantes con la necesaria tutela de la honorabilidad del Consejo de la Magistratura y la seriedad de sus procedimientos. Y también, por qué no, intentar evitar que el Gobernador de la Provincia quede ante los ojos de los ciudadanos más exigentes como un dictador cuya voluntad tiene que ser respetada aun cuando se trate de terrenos vedados a su conocimiento.

Si nada justifica que el Consejo de la Magistratura haya recurrido a atajos para resolver un concurso innecesariamente complejo, menos aún hay razones para avalar que el Gobernador se convierta en árbitro de disputas que no le corresponde resolver. Urtubey puede ser muy piadoso y creyente, pero está lejos de ostentar una autoridad cuasiinfalible como la del Papa como para asumir ese papel.

Inevitablemente tenemos que mirar con desconfianza tanto los procedimientos de unos como las decisiones de otros. No queda más remedio que posicionarse del lado de la ley y exigir que tanto el Consejo de la Magistratura como el Gobernador resuelvan el asunto, no imponiendo sus santas voluntades, sino asegurando el cumplimiento de las normas que han sancionado libremente los representantes del pueblo.

Y esto solo se consigue sometiendo la controversia a la autoridad de un juez imparcial para que este decida, una vez que todas las partes hayan expuesto sus razones y sus argumentos, qué suerte ha seguir este concurso, que por una vez en la vida nos ha valido para comprobar que nuestras instituciones fundamentales son débiles y políticamente influenciables.