
La verdad es que por muy simpáticos y románticos que puedan ser estos carros, o sus propietarios, están fuera de la ley y pronto lo estarán de una forma tan definitiva que, en caso de que la Municipalidad fracasara en su enésimo intento de erradicarlos, habría que pensar seriamente en cerrarla. A la Municipalidad, no a los carreros.
Cuando los representantes de los ciudadanos votan las leyes es para que estas se cumplan por todos; es decir, para que no haya individuos o grupos por encima o al margen de la ley. El Estado de Derecho no solo significa imperio de la ley, en un sentido filosófico muy amplio, sino, desde un punto de vista un poco más práctico, el cumplimiento de la ley por todos a los que ella alcanza.
Si a alguien llegara a no gustarle una ley, lo que corresponde en una democracia civilizada es organizarse para que dichaa ley se derogue o se reforme; pero jamás proclamar la desobediencia civil e incitar a los demás a incumplir lo que manda la ley.
En una democracia rigurosa, de ciudadanos iguales y no de grupos privilegiados, primero se cumple y luego se negocia. Negociar poniendo por delante la desobediencia no es democrático. Es sencillamente extorsivo.
Si cuando en agosto próximo caduque el ultimátum pronunciado por el Intendente Municipal de Salta contra la tracción animal, todavía hay grupos o individuos dispuestos a desafiar la ley y la autoridad del Intendente, lo que corresponde es dejar que la justicia actúe.
Los carreros pueden organizarse, creerse fuertes o invulnerables, abollar molleras de mujeres indefensas, pero no podrán resistirse a una orden judicial, que puede ir acompañada de mil medidas coercitivas, la cual más eficaz que la otra.
¿Que el señor Intendente no quiere pagar el precio de la impopularidad que acarrea enviar el incumplimiento carrero a los tribunales? Pues que vaya sabiendo que no se trata de un asunto de mayor o de menor sensibilidad social. El cuento del «pan sobre la mesa» y las familias alimentadas por el carrerismo tiene, por decirlo rápido, un futuro bastante negro. Con el mismo razonamiento, el Estado podría tolerar que los ciudadanos se dedicasen a actividades inmorales, insalubres o indignas. Pero eso afortunadamente no ocurre ni ocurrirá.
Hacer desaparecer a los carreros no es ir contra el trabajo de nadie sino todo lo contrario: es asegurar que el trabajo de una mayoría, cumplidora de la ley, sea respetado.
Pensar que deba ser la Municipalidad la que dé respuestas a las necesidades de reconversión profesional de los carreros es de una comodidad inadmisible. Son los carreros los que deben dar el primer paso (los «artífices de su propio destino») y, si son honrados, presentar un programa de formación autogestionario que solo requiera el apoyo de los poderes públicos en forma de financiación directa.
Cualquier otra solución nos llevaría a suponer que los carreros quieren seguir siendo carreros, a cualquier precio, y que los potrillos del mañana serán los nietos de las yeguas de hoy. Y eso no es lo que quiere la sociedad, cuya voluntad está expresada claramente en las ordenanzas que mandan a suprimir este medio de locomoción.
Si la Municipalidad y el Intendente fracasan o ceden a la presión ilegítima de los carreros, la seriedad y eficacia del poder público estará en grave entredicho. Si no podemos creer y confiar en que se hará cumplir la ley, lo mejor será que gobiernen los carreros, y que en vez de que los conflictos se resuelvan en base a los procedimientos racionales previstos en ordenanzas publicadas en boletines oficiales y digestos, las controversias se solventen a choclazos.