
En una Provincia que sufre una asfixia financiera casi inédita en su historia, Juan Manuel Urtubey quiere convencer a los salteños para que voten a sus candidatos en las próximas elecciones, con los mismos argumentos con que los conservadores de la década de los '30 del pasado siglo buscaban legitimarse ante una sociedad que siempre desconfió de ellos.
Con unos niveles de recaudación fiscal casi ridículos (especialmente en estas épocas del año), el gobierno de Urtubey escenifica ahora una especie de «locura colectiva», que se patentiza en obras, abundantes pero de ínfima calidad, y en inauguraciones repetidas, que solo sirven, en el mejor de los casos, para acentuar la imagen de parálisis del gobierno y desnudar su falta de ideas.
Con recursos nacionales o con préstamos internacionales, que acabarán pagando las futuras generaciones de salteños, Urtubey está haciendo bueno el discurso populista que termina por aprobar acríticamente las gestiones gubernamentales en la medida en que los funcionarios «hagan cosas», no importa cómo las hagan.
Urtubey está intentando convencer a los salteños de que para ser buen Gobernador solo hay que cortar cintas de inauguración, pavimentar la pobreza (o darle una mano de cal) y renunciar al mismo tiempo a construir consensos, a mejorar la calidad de vida democrática, y a la lucha por una sociedad participativa y plural. En suma, de que no importa el fundamento ético de sus decisiones ni el comportamiento de sus ejecutores, porque «solo hay que hacer, hacer y hacer».
Pero la inversión pública no puede ni debe tener ninguna de estas finalidades tan mezquinas.
La intervención del Estado en forma de inversiones debe buscar, como primer objetivo, la obtención de libertades sociales, políticas, culturales y ambientales. Solo en la medida en que el gobierno se proponga promover y fomentar, a través de la obra pública, el desarrollo de las libertades fundamentales y los espacios de la ciudadanía, las inversiones tendrán sentido. De lo contrario, no lo tendrán.
Los salteños van a vivir mejor con más libertades, no con más obras. El Gobernador lo sabe, pero como la mayor libertad de los salteños lo condenaría a él al olvido, prefiere regalar obras como si fuera un magnánimo «Tata Miguel», y no fomentar las libertades que acabarían en pocas horas con su débil liderazgo.
Mientras estas mismas inversiones apunten a ganar elecciones en el corto plazo o a satisfacer apetitos sectoriales o territoriales (por muy legítimos que sean), el gasto será manifiestamente irrelevante respecto de las verdaderas necesidades de la población.
Por si no lo ha advertido aún el gobierno de Salta, la imagen que da Urtubey, hoy erigido en campeón del cemento, de los playones deportivos y de las ampliaciones edilicias, es penosa; sobre todo para un hombre que se ha esforzado en cimentar su liderazgo en ideas vagamente reformistas. Un idealista que no tiene más remedio que rebajarse y acometer obras a pie de calle para justificar su mando es el vivo retrato del fracaso político.
Es difícil, por supuesto, oponerse a la infraestructura educativa, sanitaria y de servicios públicos. Pero no toda mejora debe ser saludada con reverencias, porque en muchos casos -y esto está comprobado- las necesidades públicas siguen sin ser satisfechas aún después de inauguradas las obras. Sea por la mala calidad de estas, sea por su pésima gestión, o sea porque antes de su ejecución ha habido una decisión arbitraria que cuestiona su viabilidad.
La responsabilidad ciudadana impone el deber de someter a las obras y a todas las decisiones de inversión pública a un filtro crítico, que comience por cuestionar la presunta sabiduría de los funcionarios, que no son las personas más preparadas ahora mismo para decidir cuándo, dónde y cómo realizar una obra pública.
Si a eso le sumamos que en cada inauguración de obra, por muy modesta que ella sea, debemos tolerar que se nos agite en la cara la imagen del Gobernador (y ahora también la de su esposa, que ha convertido los actos del ceremonial del Estado en «espectáculos públicos») como la de los «grandes constructores de Salta», nuestro deber como ciudadanos es el de defender los valores de coherencia y humildad, para que entre todos podamos hacer realidad el anhelo de vivir en armonía en el mismo territorio, sin el miedo a desaparecer, por la ambición de unos y la inutilidad de otros.