
La escena comienza mostrando una lancha de los bomberos rescatando a una mujer y a sus cinco hijos menores de edad, uno de ellos discapacitado motriz, de una precaria vivienda a la que el agua le llega hasta la mitad de las ventanas. En medio de gritos de desesperación y del llanto incontenible de los más pequeños, un valiente bombero desciende de la lancha y engancha con sus arneses, uno por uno, a los infortunados moradores de la vivienda inundada, que en fila logran abordar la embarcación.
Nada más subir a la lancha, el sargento que comanda el operativo, se dirige a la mujer diciéndole: «No se preocupe por nada señora, pues nuestro Gobernador acaba de declarar el genocidio hídrico para toda la Provincia».
La mujer, que pobrablemente no estudió en las enceradas universidades opusdeístas de algún secretario del gobierno con rango de ministro, no entendió qué significaban aquellas palabras. Su preocupación mayor -que sus hijos no perecieran ahogados en el barro- ya se había calmado, sin declaraciones de emergencia, ni atolondramientos burocráticos. Bastó que un bombero bien instruido y mejor intencionado les tirara una soga.
La mujer -aun si estudios y sin conocer quién pudo haber sido monseñor Álvaro del Portillo- comprenderá que aunque el gobierno patalee y declare el advenimiento de un cataclismo universal bajo la modalidad de apocalipsis ligero, los servicios de auxilio que debe prestar se prestarán, igual de mal o igual de bien, pero nunca mejor.
Con esto queremos decir que la declaración de emergencia hídrica, social y sanitaria declarada ayer por el gobernador Urtubey no es más que una medida «para calmar los ánimos».
No quiere decir ni presupone que el gobierno vaya a hacer más y mejor de lo que habitualmente lo hace en situaciones similares, sino simplemente es un aviso a navegantes: «¡Ojo! El Gobernador ha tomado nota de lo que está pasando y actúa en consecuencia».
Pero la experiencia reciente y no tan reciente enseña que este tipo de declaraciones de emergencia conduce al caos administrativo y, por consiguiente, a la parálisis. Funcionarios que se piensan que la declaración elimina sus límites competenciales y que no tienen empacho en tomar decisiones precipitadas que incumben a otras oficinas del Estado, sumado a gente que se piensa que una declaración de tal naturaleza lo que hace es suspender la obligación de pagar impuestos o de observar las normas de tránsito.
Que las diferentes reparticiones elaboren planes y protocolos para atender contingencias extraordinarias es una cosa y otra cosa bien diferente a que el gobierno declare un zafarrancho en el que nadie sepa muy bien cuál es su papel. Una cosa es la racionalidad administrativa (que puede ser, en algunos casos, lenta) y otra muy diferente es la histeria, que, ni en este ni en otros casos ayuda, a resolver ninguno de los problemas que afectan a la sociedad.