Urtubey, el foresticida

A estas alturas de la milonga, hay una sola verdad incuestionable: que la campaña de Greenpeace contra Urtubey ha conseguido, en muy poco tiempo, deteriorar la imagen del Gobernador de Salta a nivel nacional, mucho más de lo que su campaña como candidato a Presidente de la Nación ha podido conseguir en el sentido contrario.

No poco esfuerzo le costará a Urtubey -no solo en lo que falta para las próximas elecciones presidenciales, sino en lo que le queda de vida política- desprenderse del incómodo sambenito de foresticida, que le han colgado los ambientalistas, con o sin razón para ello.

A Greenpeace y a sus creativos les asiste el mérito de haber demostrado -al menos en el plano de la propaganda- lo que una mayoría de salteños, miopes todos ellos, se empeña en negar: que Urtubey y Romero (otro foresticida de tomo y lomo) se encuentran en un mismo plano ético; en ésta como en muchas otras cuestiones.

Al igual que su antecesor, el actual Gobernador de Salta ha elegido el peor camino para combatir la prédica corrosiva de Greenpeace: el localismo «productivista», aderezado con un par de cucharadas soperas del inútil orgullo de aquel que presume conocer «su» tierra mejor que el forastero.

Negar a los ambientalistas cualquier autoridad para opinar sobre lo que sucede tranqueras adentro de la Provincia de Salta es un error de principiante; un error propio de aquel que no ha acertado nunca a definir una política de ordenación del territorio; un error que solo sirve para dejar al descubierto un inconfesado complejo de inferioridad, cuando no para poner de manifiesto un hecho notoriamente falso: que el gobierno de Salta sabe más de bosques nativos (o los cuida más) que lo que pueden saber (o cuidar) los especialistas.

El desencuentro entre Urtubey y los ecologistas demuestra también otra cosa interesante: que el disfraz del primero (que ha conseguido seducir a algunos sectores organizados de la izquierda laica, como organizaciones feministas o de Derechos Humanos, a fuerza de ocultar estratégicamente su adscripción a la derecha corporativa más antiliberal y ultracatólica) no ha logrado, sin embargo, cautivar a los segundos.

Al menos Greenpeace no ha mordido el anzuelo, y ello demuestra que el engaño de prestidigitador al que Urtubey ha sometido a los salteños durante siete años no será tan fácil de reproducir a escalas territoriales mayores y frente a audiencias solo un poco más informadas y atentas.

Así pues, aquel que soñó con trasponer los augustos portales de la Historia portando en sus manos los títulos de abanderado de los pobres y campeón de la inclusión, y con unos cuantos laureles prendidos a sus sienes, se apresta ahora a recorrer el camino inverso -el de la salida- y a ser recordado por la posteridad como el enemigo público número uno de los bosques nativos de Salta.

Los ciclos de la política acaban a menudo regresando al punto de partida. El de Urtubey, que parece cercano a su final, anuncia -como en las esquelas fúnebres- un inminente regreso a la Casa del Padre.

Un regreso que en términos políticos y operativos debe interpretarse del siguiente modo: hacia el final del ciclo, el gobierno de Urtubey se parecerá cada vez más al de Romero, lo que significa también que la pantomima de una «gran batalla» por el poder concluirá, en poco tiempo más, con un tierno abrazo entre ambos, tan dulce, estrecho y gomoso como el que unió a alguna vez a Jupien con Palamedes de Guermantes.

No son los desmontes que denuncia Greenpeace, sino la manipulación interesada del Poder Judicial y la construcción de un blindaje de impunidad alrededor de las tropelías del poder, los que por sí solos demuestran el aserto anterior.

Volviendo al símil de las esquelas, todo indica que el ineluctable regreso a la acogedora morada del redentor romerista preanuncia para el Gobernador de Salta que, pronto (si es que Greenpeace no lo acelera aún más), brillará para él la luz que no tiene fin.