
Hace poco más de cinco años, en vísperas de unas elecciones provinciales un tanto intrascendentes, alarmado por los enormes gastos de la campaña electoral y la solemne pobreza de los debates, tuve ocasión de reflexionar sobre algunas de las amenazas que se cernían entonces sobre el futuro de los salteños y de su política.
He de admitir que me sorprendió muy poco que aquellas reflexiones pasaran más bien desapercibidas para una gran mayoría de responsables políticos, pues calculaba de antemano, y con razón, que nuestros principales dirigentes estarían muy preocupados por satisfacer las necesidades de su propia supervivencia en aquella jungla de despiadados intereses y abultadas vanidades, mucho más de lo que podrían estarlo por el futuro de sus congéneres.
En aquel momento pensé que así como se culpa a los árboles de obstaculizar la visión del bosque, el irracional y enmarañado calendario de elecciones por el que nos regimos es el culpable de que no podamos ver, con la debida claridad y la aconsejable serenidad, los problemas más graves que aquejan a nuestra convivencia política y a nuestra democracia.
Cinco años y medio han pasado, y aunque los salteños siguen sin hacerme caso (no tienen por qué hacerlo, desde luego), hay señales muy evidentes que confirman que aquellas apresuradas reflexiones de abril de 2009 han cobrado una súbita actualidad, y que algunos oídos sordos de antaño, que parecían obstruidos por una gigantesca chancaca, se han destapado de golpe y comenzado a entender el sentido del mensaje.
Pongo nuevamente a consideración de mis comprovincianos aquellas ideas, a las que apenas he introducido alguna corrección menor.
Carencias, desequilibrios y excesos
Muchos aspectos de la actividad política se han modernizado en Salta a lo largo de las últimas tres décadas. Éste es el resultado de un proceso en el que han influido el desarrollo de las Nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, pero también los avances en las tecnologías de gestión y organización, la formación de las elites y la formidable inyección de recursos económicos que reciben algunos partidos y candidatos en los procesos electorales, entre otros muchos factores.La moderna competencia política requiere hoy de la posesión de recursos que eran desconocidos (o de insospechada utilidad) hace sólo treinta años atrás, lo que ha dado como resultado la aparición de una variada oferta de servicios relacionados con las nuevas necesidades de una cada vez más numerosa e influyente «sociedad política».
Hablo, cómo no, de consultores de opinión, de expertos en imagen, de arriesgados operadores políticos, de analistas financieros, por no citar a peluqueros, a pilotos aeronáuticos, a consejeros en oratoria, a psicólogos y a dentistas.
Aunque no se trata de un fenómeno exclusivamente salteño, algunos prestadores de estos «servicios auxiliares» han pegado el salto a la política sustantiva, atraídos en algunos casos por las posibilidades de influencia que el ejercicio de esta actividad trae aparejado y, en otros, por la posibilidad muy concreta de enriquecerse rápidamente y sin mayor esfuerzo.
Pero lo que más llama la atención es que, a pesar de la modernización de ciertas prácticas de la política y de los gustos de nuestros dirigentes (a quienes si les dieran a elegir preferirían a buen seguro una política reducida a la dialéctica permanente entre el marketing electoral light y la profesionalización del ejercicio del poder) nuestra elite política, como la de cualquier sociedad civilizada, percibe que la obtención, conservación y pérdida de su status no dependen tanto del momento histórico, de la eficacia de su marketing electoral o del azar, sino de su acierto a la hora de justificar ante los demás el lugar que ocupa en la sociedad.
Quiero decir que cualquiera sea el momento histórico o el grado de modernización de sus herramientas y procesos, la sociedad política necesitará siempre de un discurso que dé sentido a su papel frente a la sociedad civil, y ante sí misma. En suma, que necesitará de un discurso que identifique a ambos grupos como partes de una unidad y justifique la búsqueda de poder y estabilidad en él para sólo uno de ellos.
Las distorsiones del sistema político salteño que he señalado en un artículo anterior, conducen a la paradoja de que aquel discurso legitimador, que normalmente elabora la sociedad civil y que la política recoge para crear la falsa ilusión de una comunidad de intereses y objetivos entre ambas, contiene cada vez menos «letra» de la sociedad civil.
Dicho en otros términos, los que «mandan» lo hacen cada vez más en nombre de intereses y necesidades propias, mientras que quienes «obedecen» cada vez obedecen menos por el consenso que prestan y más por la irresistible imposición de los que mandan.
Las «ideas» políticas que elaboran las usinas locales de pensamiento van perdiendo calidad y conexión con la realidad a medida que se expande la sociedad política en detrimento de la sociedad civil. Los discursos políticos stricto sensu ya no se esfuerzan por justificar éticamente el rol de la sociedad política dentro del conjunto social, simplemente porque cada vez lo necesitan menos.
Y no lo necesitan por dos motivos muy evidentes: 1) el desequilibrio -llamémosle demográfico- entre la sociedad política y la sociedad civil, que exime a la primera de intentar una justificación ética de su rol en base a las necesidades e intereses de la segunda, y 2) la correlativa debilidad de la sociedad civil, traducida en desvertebración y falta de organización, que impide a ésta elaborar un discurso coherente y consistente acerca de sus necesidades e intereses. Es la pescadilla que se muerde la cola.
Esta disfuncionalidad de nuestro sistema político permite a muchos líderes llenar ciertos vacíos programáticos -e, incluso, ideológicos- mediante la simple invocación de las necesidades de ese colectivo difuso al que se alude como «la gente», y ahora, más recientemente, «los vecinos».
Una sociedad civil fragmentaria, de baja intensidad, aceptará sin mayores cuestionamientos los desvelos de la sociedad política por «la gente» o por «los vecinos» e incluso valorará como elaboraciones superiores de esta idea ciertos eslóganes propagandísticos como "Salta la linda será también Salta la justa", "haciendo realidad la esperanza", "el orgullo de ser salteño" o "colocando al hombre en el centro de la escena política".
Se produce aquí otra situación paradojal: Mientras que la política necesita de un continuo fluir de ideas para seguir funcionando, nuestros actores políticos más visibles no parecen especialmente dotados a la hora de poner en circulación nuevos pensamientos que enriquezcan el debate político. Se tiende a confundir interesadamente el debate de ideas y el debate programático con el debate ideológico y con el bazar persa de «las propuestas», un terreno en el que muchos activos de la política se sienten muy cómodos, como aquel que conoce de antemano el final de la película.
Pero es sabido que así como la ideología es la negación de la política, el debate ideológico representa la negación del debate de las ideas políticas. Lo auténticamente desafiante es hacer frente a ideas nuevas, a ideas que pongan en entredicho verdades establecidas e, incluso, que proyecten una mirada crítica sobre la vida y obra de algunos «líderes fundacionales» del pensamiento político nacional.
Conclusión
Más tarde o más temprano la política de Salta deberá afrontar su propia renovación. La «política sin ideas» que abanderó el justicialismo desde 1983 en adelante y que propició la «explosión por simpatía» del resto de partidos, tiene los días contados.El salteño medio se pregunta cada vez con más insistencia cuál es la razón moral que justifique que un conjunto más o menos afortunado y sumamente reducida de grupos de interés o de «familias» controle todos los mecanismos del poder y mantenga cautiva la política en Salta, una actividad que, desafortunadamente, no todo mundo percibe como llamada a servir a todos los ciudadanos por igual.
No está lejano el tiempo en que los políticos volverán a ser auténticos portadores de ideas como lo son hoy de maquillaje y de compromisos con los intereses más poderosos y más comprometidos con el mantenimiento de la clamorosa desigualdad social.
Es duro reconocerlo y muy aventurado plantearlo, pero una operación profunda y decidida de rescate de la política de las ideas al servicio del conjunto social requiere hoy de una moratoria electoral (o una medida análoga que asegure que las elecciones no propiciarán el bloqueo permanente de los procesos de cambio) que permita la reformulación total del sistema de partidos y consecución de las reformas necesarias para potenciar la fortaleza del tejido social.
Si nuestras elecciones no movilizaran, como lo hacen, tan ingente cantidad de recursos -incluida la inmoral y gigantesca manipulación de las emociones populares- tal moratoria no sería quizá necesaria.
Pero en un escenario de elecciones bianuales, con cuatro o seis elecciones cada bienio, con campañas muy largas y muy caras, con candidatos pudientes que apuestan a la política auténticas fortunas como en la ruleta, ningún cambio es posible.