
Hasta ahora, la relación entre el indio y la muerte había sido abordada desde dos perspectivas: 1) la antropológica, preocupada por hacer de la muerte el eje central de la narración mítica que pretende dar respuesta al origen del universo y de la propia humanidad, y 2) la cinematográfica, especialmente desde John Ford (Stagecoach, 1939), que magnificó la pulsión por la muerte de Gerónimo y sus apaches chiricauas.
Ahora se ha sumado una tercera perspectiva, la de los tribunales argentinos, que cada vez que se encuentran con estos dos componentes juntos (indio y muerte) se hacen un fenomenal embrollo y tienden a mirar para otro lado.
Atrás ha quedado sin dudas la rígida virilidad fundacional de John Wayne para explicar el lugar que tiene (o debería tener, a juicio del Hollywood blanco e intelectual) el indio y sus circunstancias. Hoy, por razones que son del todo comprensibles, el indio es un personaje multi-influyente, sea en festivales multitudinarios, en usurpaciones de terrenos o en la designación y derribo de jueces.
El pensamiento que organiza esta variada influencia es: si el indio traspasa la vida, lo lógico es que traspase también la muerte. No solo que el indio no muera (son eternos e invulnerables), sino también que los que mueren a su alrededor nada tengan que ver con ellos, nunca y en ninguna circunstancia.
Peor todavía si la muerte va por pares.
Cada vez que el indio entra en contacto (no necesariamente estrecho) con la parca, los jueces echan a temblar como flanes recién desmoldados. El indio es pureza, rezuma vida y verborragia y está ontológicamente diseñado para retozar en las praderas y no para caminar los pasillos judiciales. ¿Cómo hacer entonces para que asuman las resposabilidades que les cabe como cualesquiera otros ciudadanos?
No es una pregunta banal: es la clave del universo de la democracia argentina.