La verdad desnuda sobre la candidatura presidencial de Urtubey

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Los defensores a ultranza del delirante proyecto que sueña con instalar a Urtubey en la Casa Rosada parten de un razonamiento que es para poner en un cuadro: «Si Urtubey es elegido Presidente, la Nación terminará dándole a Salta lo que desde hace tiempo le viene prometiendo».

Pocas veces -permítanme que lo diga con estas palabras- he oído una estupidez de semejante calado, revestida, además, de tanta inútil solemnidad.


La «idea», si es que podemos llamarla así, no consiste precisamente en hacer que Urtubey sea un gran Presidente para todos los argentinos (algo con lo que se puede todavía soñar, siempre y cuando el whisky sea de buena calidad), sino de instalarlo en la Casa Rosada para que desde allí ejerza como el mejor Gobernador de Salta de todos los tiempos.

Es decir, que lo que necesitamos en realidad -según estos señores- no es que un salteño sea Presidente sino que el Gobernador que tenemos sea un mejor Gobernador; lo que significa que sea capaz de hacer que «Nación» concrete de una buena vez lo que hoy deja en simples promesas.

Siendo así, la receta es fácil: reformemos una vez más la Constitución de Salta (Urtubey sabe cómo hacerlo) y hagamos que su mandato de doce años se triplique a treinta y seis. Así habrá tiempo suficiente para que desde Finca Las Costas en los veintiseis años que todavía le quedan al Gobernador se le encienda la lamparita y descubra la fórmula que a sus antecesores le fue negada sistemáticamente: cómo hacer para que «Nación» atienda las necesidades de «Provincia».

Si la base para lanzar una operación política de semejante envergadura y alcance territorial es simplemente el «salteñismo insatisfecho» de aquellos que carecen de recursos intelectuales para sacar provecho al autogobierno, pues apañados estamos. Es muy poca cosa para ofrecer a cuarenta y cinco millones de argentinos.

Es más razonable pensar que quien después de gobernar casi diez años a pata suelta (es decir, como y cuando le ha dado la gana), sin haber conseguido ni por aproximación que «Nación» le haga caso ni se arrodille ante su federalismo plañidero, cuando ocupe (si es que llega a ocupar) un cargo tan importante y tan controlado como es el de Presidente de la Nación no podrá darle a Salta «lo que merece», ni aunque su mandato se extendiese a cuarenta años. ¿O es que el cargo de Presidente será capaz de obrar el milagro de hacer de Urtubey una persona más inteligente de lo que ya es?

Como sueño, este del Urtubey Presidente es muy pueril; demasiado contaminado, a mi gusto, por las humedades viscosas de los cerros selvamontanos y enrarecido quizá por los efluvios de los vinos de altura. Como garantía de un futuro venturoso para los salteños, digamos que el sueño es una vulgar mentira.

Urtubey jamás ha tenido un proyecto para gobernar Salta, aunque cueste reconocerlo. Ha gobernado a espasmos, con la mira puesta en su imagen, echando mano de disfraces variados según las exigencias de las encuestas, los giros del lenguaje políticamente correcto y los gustos presuntos de la plebe. Sus horas frente al espejo superan con creces el tiempo que ha dedicado a pensar en el interés general, en los problemas colectivos, en las necesidades de quienes sufren su narcisismo incurable, en el futuro amenzado de una sociedad huérfana de liderazgo, de ideas y de decencia.

¡Cómo pretenden que creamos que un señor que durante décadas solo se ha preocupado por sí mismo se pueda convertir, de golpe, en un candidato imprescindible a presidir el país!

Lo único que justifica la pervivencia de una idea de esta descabellada naturaleza es la esperanza pacientemente acariciada por los miembros del Club de Amigos del Presupuesto de que el acceso de Urtubey a la Presidencia de la Nación le abra a ellos -sus socios- las puertas de nuevos, más rentables y más fantásticos negocios. Un objetivo nada desdeñable, por cierto. Podría decir que hasta los entiendo.

Cuando aprendamos a distinguir entre un servidor público y una persona seriamente afectada por la enfermedad del poder; o lo que es lo mismo, cuando sepamos que el desinterés es ontológicamente incompatible con el egoísmo, nos daremos cuenta todavía mejor de la tremenda mentira que se esconde detrás de este delirante proyecto.