
Hace años, una docente de Salta, por entonces ya jubilada, se enfrentó a un grupo de puesteros del mercado San Miguel de Salta, que tenía por costumbre dirigirse a las clientas llamándolas «mamita».
Aquel no fue un diálogo cordial ni pacífico, ya que la discusión abierta por la docente, que defendía obstinadamente su decencia frente a lo que a todas luces era un abuso verbal intolerable, terminó a los naranjazos y con algún que otro puestero desparramado sobre el suelo húmedo del mercado, tras haber tropezado con un deslizante tronco de acelga.
«¡Ni las personas que vienen a comprar aquí ni yo somos su mamita!», repitió una y otra vez la indignada docente, que también era asistente social, y que conocía perfectamente la forma denigrante y vulgar con que algunos burócratas trataban a las mujeres de más baja condición.
Para ella, sin embargo, aquello no era una cuestión de clase sino simplemente de buena educación. Hubiera estado igualmente mal que las clientas se dirigieran a los vendedores de fruta llamándoles «papitos».
Que después de cuarenta años de ocurridos incidentes de este tipo, el Gobernador de la Provincia se dirija a una ciudadana enfurecida llamándole «mi amor», varias veces, quiere decir sencillamente que en todos estos años no hemos aprendido nada.
Por mucho que el Gobernador piense que mantiene con cada una de las ciudadanas un apasionado idilio, nadie que se dirija al Primer Mandatario y que ejerza su derecho constitucional de peticionar a las autoridades, o simplemente su derecho a protestar, puede recibir un trato tan bajo, tan poco apropiado y, sobre todo, tan poco viril.
Si además le sumamos que este manoseo verbal se ha producido en la víspera de la celebración del Día Internacional de la Mujer, no se puede llegar a otra conclusión que no sea la de que el gobierno provincial, por un lado dice defender a la mujer y promocionar sus derechos, hasta en detalles intrascendentes, y por el otro, por boca del Gobernador revela que su tratamiento hacia la mujer es paternalista, patriarcal y misógino.
Hubiera dado igual que llamara a la mujer indignada «mi vida», «mi cielo» o «cariño». En cualquier caso, un tratamiento tan empalagoso estaría fuera de lugar, y no solo por el contexto.
Los que sostienen -todavía- que Urtubey es «encantador» en las distancias cortas, ya tienen una explicación psicológica para entretenerse un rato.