Del 'Consenso de Cambios' a los cambios de consenso

No es la responsabilidad cívica sino la decencia personal la que impone a los dirigentes políticos el deber fundamental de mantener una línea de pensamiento y acción medianamente coherente.

Solo en aquellas sociedades cimentadas sobre precarias bases morales se perdona alegremente a los políticos su falta de responsabilidad cívica, se premia -cuando debería castigarse- su falta de decencia personal y se archiva bajo un manto de indulgencia sus peores acciones pasadas.

A nadie debería sorprender, pues, que aquellos que en el pasado hicieron una contribución decisiva a la destrucción de nuestra política, aquellos que en su día no ahorraron esfuerzos por envilecer aún más nuestra ya de por sí precaria convivencia, pretendan aparecer hoy como los regeneradores de la política y como los supremos garantes del futuro.

Hay, de verdad, muy poco de novedoso en el esfuerzo de construir un 'consenso de cambios', después de que la mayoría de sus protagonistas ha dedicado casi toda su vida a negar ambas cosas (el consenso y el cambio) y buena parte de ellos ha trabajado activamente en su exitosa destrucción.

La indecencia es la misma. Su valor ético, idéntico. Porque si el desprecio por el consenso y el abandono de los cambios de ayer estaba impulsado por la necesidad de satisfacer apetitos y ambiciones personales de riqueza y poder, la búsqueda del consenso de hoy y la declamada confianza en «los cambios» apunta en la misma dirección egoísta y disgregadora.

Ni con los unos ni con los otros

Pero la falta de decencia personal, que afea y lastra nuestra política doméstica, no es patrimonio exclusivo de aquellos para quienes el consenso (elemento central de cualquier gobierno político) es un valor relativo y adaptable a las circunstancias. Sus detractores padecen tres cuartos de lo mismo.

Unos olvidan que los que hoy gobiernan santificaron ayer (mediante una reforma constitucional que diseñaron a medida) los apetitos y ambiciones personales de riqueza y poder de los que persiguen ahora el 'consenso regenerador'. Otros olvidan que los actuales gobernantes, frente al desafío histórico del cambio, escogieron el camino de la satisfacción de los mismos apetitos y ambiciones personales de riqueza y poder; pero esta vez, de los propios.

El proyecto de «matar a la vieja política» utilizando para ello el mismo veneno ancestral que conocemos desde hace décadas, se ha vuelto -felizmente- en contra de sus impulsores; en contra de aquellos que soñaron con repoblar las instituciones con una nueva camada de políticos ambiciosos e inmorales, solo que más jóvenes.

La vieja política ha vuelto con fuerza y lo ha hecho por una sola razón: la solemne estupidez de la «nueva» política.

Por supuesto que es de lamentar que esta tardía e inesperada resurrección del noventismo devuelva a la arena política a personajes dañinos, a destructores de familias, a estafadores de parientes, a espíritus vencidos por el peso inexorable de la realidad, a fantasmas de la vida condenados a arrastrar sus pesadas cadenas por los húmedos sótanos de la vergüenza y la indignidad.

Pero también es lamentable que frente a ellos se alcen esos otros rencorosos jubilados a los que su inútil pasión por la historia y el pasado -su recortada memoria, en realidad- no les ha alcanzado ni les alcanzará jamás para lavar sus imperdonables pecados de egoísmo, de vanidad y de avaricia.

Se necesita cambio, se necesita consenso, se necesita una nueva política. ¡Qué duda cabe! Lo que no necesitamos es a esta gente perversa, que solo ha demostrado una tremenda capacidad de hacer daño, un talento poco común para pervertir las instituciones y volverlas inútiles, y una exquisita sensibilidad para vivir como reyes.

Y todo ello, en una sociedad que reclama a gritos acabar con la desigualdad social más clamorosa de que se tenga memoria en nuestra historia, y construir, al mismo tiempo, un sistema político justo, equilibrado y eficiente.