
El fallido acto verbal del secretario Alavila (“Imagínese si cobráramos haríamos un buen ingreso”) se refiere -según él- a la importante cantidad de visitas íntimas que reciben los presos que están bajo su custodia; pero más allá de los aspectos cuantitativos, de la desafortunada frase se destaca el sentimiento de propiedad sobre el sistema que deja traslucir el discurso de un funcionario cuya ministra consideró hace pocos días a la cárcel como un territorio difuso, como ese «mundo raro» del que habla el bolero de José Alfredo Jiménez: un mundo en el que cuando pasan cosas malas no hay responsabilidad ninguna de los secretarios, subsecretarios o directores, sino en todo caso de agentes penitenciarios de la más baja graduación. A ellos se les llama -eufemísticamente- «el sistema».
¿En qué quedamos entonces? La cárcel es esa especie de microcosmos amurallado, con reglas propias y en el que rigen los códigos de conducta más estrictos del submundo del delito; un universo cuyas revoluciones están «exentas de la autoridad de los magistrados», como pretende la ministra Calletti; o, al contrario, es una herramienta más del Estado de Derecho, que depende del gobierno provincial hasta el extremo de que, para referirse a ella, sea necesario utilizar la inclusiva primera persona del plural, como sugieren las palabras del secretario Alavila.
No puede ser que cuando los presos son buenos o se portan bien (para mejor decir) el gobierno saque pecho y se refiera a ellos como «nuestros muchachos»; y cuando enseñan las uñas (por ejemplo, cuando cosen a puñaladas a una visitante) los mismos reclusos pasan a ser unas bestias cuyos impulsos criminales incontrolables se deben al deficiente desempeño del cabo de guardia.
Si algo como esto sucede en el sistema penitenciario salteño (y pocas dudas hay sobre ello) lo más razonable es que la ministra y su secretario asuman con calma la realidad; es decir, que admitan que no están lo suficientemente preparados para lidiar con instituciones tan complejas como estas, o que estándolo (quizá) han hecho las cosas tan rematadamente mal que la única salida digna para ellos (hablando en términos no solo de dignidad personal sino también de dignidad cívica) sea presentar una bonita y escueta renuncia.