
La verdad es que la muerte de una persona cualquiera es siempre bastante previsible, y más lo era la de Fidel Castro. No por los 638 atentados que intentaron acabar con él, sino porque el hombre estaba ya bastante mayor y había llegado a esa edad tan avanzada con una salud visiblemente deteriorada.
Atribuir la muerte de Castro al «mundo revuelto» en el que vivimos, o interpretar esta desaparición como uno de los tantos acontecimientos políticos extraños que han ocurrido este año, solo se explica por la inusitada vitalidad del líder fallecido; por su prolongada influencia política (que creíamos eterna, como sus discursos) y por la vigencia del aquel viejo dicho de pueblo que dice: «Se está muriendo ahora gente que no se moría antes».
Cuando los analistas hablan de «incertidumbre», lo que quieren decir es que no tienen ni la más remota idea de lo que está sucediendo a su alrededor. Muchos intelectuales viven de los consejos que dan a los políticos (a los decision makers) y no parece hacerles mucha gracia que sus pronósticos se vean desmentidos, una y otra vez, por la cruda realidad.
Otros, que se dedican a observar todo lo que sucede con menos pretensiones de influir en las decisiones políticas, sugieren sin embargo que lo que estamos viviendo no es más que el resultado del ejercicio de la libertad por una mayor cantidad de personas. Recuerdan que los únicos regímenes políticos previsibles son las dictaduras, y que las democracias son, precisamente, todo lo contrario. Después de tantos amagues y de tantas noticias falsas, parece imperdonable que los expertos no hayan calculado que Fidel Castro podría morirse algún día.
Por el motivo que sea, mucha gente se ha decidido a pensar y obrar en libertad, dejando a un lado, en mayor o menor medida, las ataduras ideológicas que orientaron sus decisiones políticas en las últimas tres décadas. En un escenario como este, es lógico que nadie, ni los más avispados, acierten a saber de antemano qué harán las personas con su libertad. La imprevisibilidad es -conviene recordarlo- el rasgo filosófico fundamental de la acción libre.
El fracaso de las encuestas preelectorales se explica básicamente por el hecho de que la opinión libre, que cada vez es más numerosa, es también cada vez más volátil, y está sujeta a cambios muy rápidos, que son muy difíciles de prever, por no decir imposibles.
Lo que ocurre es que en este momento tan particular que vivimos, de plena transición desde el pensamiento ideológico al pensamiento libre, hay ciertos pescadores de aguas revueltas que, en diferentes lugares del mundo, intentan vendernos que son ellos los auténticos motores del cambio y que el meridiano en el que se encuentran atesora las claves políticas para los próximos cien años.
Son los que tratan de convencernos de que incertidumbre es igual a confusión y que la libertad solo conduce al caos.
Ni lo uno, ni lo otro. Si lo que de verdad queremos es vivir en democracia, tendremos que acostumbrarnos a escenarios cada vez más inestables, lo cual no significa necesariamente que debamos convivir en el caos, el error y la confusión.
No debemos temer a la fragmentación de la opinión política ni a las crecientes dificultades para formar mayorías convincentes. De lo que debemos desconfiar es de aquellos que, en un contexto de incertidumbre en alza y de mayor pluralismo, prometen mayorías fáciles, uniformes y duraderas, apelando para ello a argumentos emocionales de impacto inmediato como el nacionalismo defensivo. En estas propuestas se esconde el mayor peligro para nuestras libertades.
Los ciudadanos libres nos asomamos al umbral del futuro conscientes de que las democracias del mañana serán de libre configuración y que las certezas que en el pasado nos abocaron a la guerra, a la paz o a la seguridad han dejado de existir, probablemente para siempre.