
Los salteños aún no le han tomado el peso de lo que significa, para la calidad de la representación parlamentaria, tener sentado en la Cámara de Diputados de la Nación a un legislador que va por la vida diciendo exactamente lo que piensa y lo que se propone hacer.
Probablemente no muchos salteños estén de acuerdo con las barbaridades que acostumbra a abanderar el diputado Alfredo H. Olmedo, ni con sus públicamente asumidas posturas misóginas, homofóbicas o autoritarias, abiertamente negadoras de los derechos fundamentales del hombre. Mal que mal, casi todos saben que sus propuestas (que en una buena cantidad de casos han sido seguidas de un voto consecuente) pertenecen, en su mayoría, al ideario de la extrema derecha argentina. De lo que no cabe dudar es de su sinceridad.
Ser sincero y ser veraz son dos cosas muy diferentes. Una persona equivocada (el que se forma, sin culpa de su parte) una idea falsa de la realidad que lo rodea, puede estar tan cerca de la sinceridad como tan lejos de la verdad.
Lo más interesante de esta sinceridad poco ilustrada es que -aun en su versión más bárbara- se está volviendo preferible a lo que podríamos llamar el «despotismo del engaño», que es el sistema de dominación favorito de un pueblo, como el nuestro, habituado a ser gobernado por la mentira.
Que la verdad esté (por razones que no viene al caso analizar ahora) fuera del alcance del diputado Olmedo, no quiere decir, sin más, que su sinceridad brutal, que a veces levanta justificadas olas de repugnancia, no sea un valor en alza en la política.
La contracara de la sinceridad de Olmedo es el disfraz siniestro de quienes, en nombre de la razón de Estado o de los intereses del jefe de turno, dicen defender la libertad o trabajar para ella, pero que en realidad se esfuerzan por dibujar un falso escenario de libertades públicas, cuyo único objetivo es el de disimular la carencia de libertad política.
Estos diputados, colegas de Olmedo hasta en el número de reelecciones, han demostrado ser capaces de pasar del kirchernismo al macrismo, del romerismo al urtubeysmo, de la autarquía a la globalización, del proteccionismo al libre cambio, del clericalismo al laicismo, de la xenofobia nacionalista al amor universal, en cuestión de segundos y con solo apretar una tecla.
Como bien razona Antonio García-Trevijano «la mentira política trasciende al lenguaje. Se aleja de la 'magnánima mentira' del poeta (Tasso). Y se aproxima, en el sentimiento, a la religiosa».
Para este tipo de personajes, mentir, disfrazarse de lo que no son y someter a los ciudadanos a un perpetuo engaño ideológico, es casi una religión, un hábito que en este caso (por no ser solo ropa) define al monje.
Puede que en los rankings arbitrarios de la productividad parlamentaria unos y otros ocupen posiciones muy diferentes en cuanto a número de proyectos presentados o minutos hablados en el recinto, pero para una cierta clase de ciudadanos, es preferible ya (si no hubiera mejor remedio) mantener sentado en la cámara a un legislador semitartamudo con peligrosas inclinaciones derechistas, a otro que hoy es una cosa y mañana la contraria, con la garantía de que ambas dos son falsas, como él mismo.
Al primero se lo puede evaluar de una forma inmediata y transparente. Al segundo, experto en el arte del engaño, lo podemos evaluar con mucha mayor dificultad, con el riesgo de equivocarnos siempre.