Urtubey y Sáenz se disputan el trono de Alí el Químico

Nadie en su sano juicio le echaría la culpa al actual Gobernador de Salta de que en una oficina pública, que no pertenece a su administración, alguien guarde más de diez toneladas de un poderoso insecticida durante más de cincuenta años.

No se puede hablar en este caso de la desidia de una sola persona sino de la de al menos dos o tres generaciones indolentes de funcionarios, que aún hoy son incapaces de responder a una sencilla pregunta: ¿por qué no nos hemos deshecho antes de estos residuos tóxicos?

Quiérase o no, la Provincia de Salta dispone desde hace más de cinco décadas de un arsenal químico, que no es ya peligroso para los insectos, pero que lo es, y mucho, para los seres humanos y la diversidad biológica.

Si tuviéramos alguna hipótesis de conflicto en el horizonte el gobernador Urtubey y el intendente Sáenz serían, incluso contra sus voluntades, la reencarnación vallista de Bachar El Asad, solo que en versión gauchesca.

Afortunadamente, el mortífero cargamento de DDT no será utilizado contra la población civil; ni contra la nuestra ni contra la del enemigo supuesto. Pero, ya que nuestras armas químicas han celebrado en silencio sus bodas de oro con la toxicidad, ¿no sería hora de pensar en deshacernos de ellas? Si hasta podríamos llamar al alto comisionado de la ONU para el desarme a fin de que presencie su eliminación.

Por lo que cuentan los expertos, no es fácil eliminarlas, pero no hay dificultad técnica que explique un almacenamiento tan peligroso durante un tiempo tan prolongado. Alguien se ha dormido en los laureles y ha escamoteado a los ciudadanos una información que es vital para su seguridad y para su salud. Hay que buscar ese alguien y pedirle las explicaciones que el caso requiere.

Y lo que es más grave: Todo indica que nadie responderá por lo que a primera vista parece configurar un delito medioambiental continuado. Vivimos en una tierra tan generosa que los usurpadores de terrenos gozan de la protección de los poderosos, pero que una simple bolsa de mercado con un gato muerto, arrojada a un canal de desagüe; o una ciudadana que orina en los cajeros automáticos, son considerados auténticos genocidios ambientales.

A pesar de nuestra extraordinaria, pero selectiva, sensibilidad medioambiental, un arsenal de semejantes dimensiones, que haría realidad las fantasías del llamado Carnicero del Kurdistán, pasa ante los ojos de las autoridades como «una divertida anécdota».

O Urtubey rellena las bolas de paintball con DDT vencido para domesticar a las patotas de las villas (es decir, se convierte de una vez en Alí el Químico) o instruye a su Secretaria de Ambiente para que abra inmediatamente un expediente informativo con la finalidad de saber exactamente las razones por las que los vecinos y trabajadores de la Palúdica conviven desde hace décadas, sin tener idea del peligro, con once toneladas de residuos tóxicos.

No proceder de esta manera, indignará al Héroe Gaucho, en su probada condición de abuelo del autor de la tironeada liberalidad testamentaria. Y cuando la furia de Güemes se pone en marcha, ya sabemos qué es lo que puede suceder.