Terratenientes versus originarios: la batalla del siglo en Salta

Una de las formas más perversas de dividir a la sociedad (un objetivo que se ha demostrado políticamente muy rentable para gobernantes con pocas ideas) consiste en inventar, más o menos arbitrariamente, una serie de categorías sociológicas dicotómicas, que no se limitan a tener características opuestas (a veces, ni eso) sino que, por intereses o por maldad, entran en eterna lucha, como si se tratara de principios opuestos e irreductibles.

Esta preferencia por el pensamiento binario, que es tan propia del maniqueísmo criollo como de las visiones ideológicas más elaboradas, que abogan por una sociedad de individuos permanentemente enfrentados, ha desembocado en la creación de dos clases de personas que, tal y como van las cosas, jamás llegarán a entenderse: los terratenientes y los originarios.

Alguien se ha encargado de que los intereses de unos y otros se resuelvan en un juego de suma cero, en el que todo lo que avanza el que está en aquel lado lo retrocede el que está en este, y viceversa. Mientras el juego se juegue en estos términos, la victoria del pensamiento ideológico -reduccionista y mecánico- está asegurada.

Es conmovedor, sin dudas, que alguna gente anime a otra a desposeer de sus propiedades a quienes tienen un título legítimo sobre ellas. Pero es curioso cómo esa misma gente que dice luchar contra injusticias ancestrales, no espolea con el mismo vigor a sus valientes para que despojen del título de Gobernador de la Provincia a quien ejerce el cargo desde hace nueve años, también con una legitimidad incuestionable.

Si alguien se animara a hacer algo en este último aspecto, a buen seguro la Policía y los jueces tomarían inmediatamente medidas para impedir que el Gobernador sea despojado de su título y que se respete la ley. ¿Por qué motivo entonces el propietario de una porción de tierra tiene que hacer frente a la usurpación de unos intrusos sin ayuda prácticamente de nadie?

Se engaña aquel que quiere hacernos ver una disputa de legitimidades o un conflicto inmobiliario donde no hay otra cosa más que una falta de respeto olímpica a las leyes que cimentan nuestra convivencia.

En nombre de la justicia ancestral no se pueden cometer atropellos a la Ley ni al derecho de propiedad, porque si se toleraran prácticas como esta, el siguiente paso es que una horda invada la casa de gobierno y desaloje al Gobernador de su oficina. Es exactamente lo mismo. La reacción de los poderes públicos ante una ofensa de semejante calado debería ser la misma, en un caso y en el otro.

Ser terrateniente (o simple propietario) no es una condición infame como se pretende que creamos. Desde luego, tampoco es un delito. La construcción, lenta y paciente, de nuestra convivencia se ha venido haciendo, en gran medida, gracias a la aportación de los propietarios legítimos de la tierra y de quienes producen riqueza en ella, sean terratenientes u originarios. No hay motivos serios para enfrentarlos.

Por otro lado, ningún colectivo puede aspirar a que sus derechos postergados, que pueden ser todo lo legítimos que se pretenda, se hagan realidad por la vía de hecho, por la violencia desembozada y por el desprecio a la Ley. En nuestro sistema constitucional, aquel que conquista una sola ventaja sin utilizar los mecanismos previstos para plantear y solucionar las controversias, se coloca automáticamente fuera del sistema.

Si nuestros tribunales de justicia deben recurrir a menudo a un peritaje antropológico para establecer con cierta garantía de certeza si un grupo determinado pertenece o no a una comunidad originaria, con derechos ancestrales tutelados, ¿cómo no pensar que hay entre nosotros gente malintencionada que previa usurpación de la identidad de los pueblos originarios se lanzan a la aventura de ajustar cuentas, por las suyas, con los terratenientes?

Ningún grupo más o menos organizado se animaría a hacer estas cosas si no contara de antemano con una póliza de garantía de impunidad extendida graciosamente por el poder. Alguien, desde alguna parte no demasiado visible del poder, anima a que se cometan estos excesos y se esconde. Lo que es más grave, es que los anima en nombre de la justicia y de la democracia, para que una mayoría creamos que las usurpaciones, más que delitos, son formas avanzadas de practicar la «justicia popular».

Ya está bien de reacciones corporativas. El gobierno debe abandonar su postura contemplativa y restaurar la legalidad en el menor plazo posible, pues esta será la única manera de demostrar a la sociedad (a terratenientes y a originarios) que no vivimos en el Far West, donde el que más rápido desenfunda es el que se lleva el gato al agua.