La Palúdica de Salta, el portaaviones 'alfa' del Aedes aegypti

Mientras tres cuartas partes de los municipios salteños se baten contra reloj para limpiar los pueblos y ciudades de objetos inservibles («cacharros», en la terminología oficial), el Gobernador de la Provincia ha salido a afirmar muy suelto de cuerpo que la mitad de los más de diez mil metros cuadrados que ocupan las instalaciones de la Palúdica «está ocupado en cacharros viejos que están ubicados en Vicente López y Paseo Güemes».

Si al Gobernador realmente le consta que el amplio terreno que ocupa la Palúdica en el centro de Salta es un repositorio de fierros viejos y objetos descuidados, antes que aplaudir el probable traspaso de las instalaciones a la jurisdicción municipal, es que debería mandar inmediatamente a una tropa de fumigadores a limpiar el lugar con abundante lavandina.

Lo que extraña no es esta especie de complacencia gubernamental, sino la aparente contradicción entre el destino sanitario de aquellas instalaciones y su funcionamiento de hecho como criadero de mosquitos y larvas potencialmente difusoras de tremendas enfermedades como el dengue o la fiebre chikungunya. Lo que en sus mejores épocas era un centro avanzado de lucha contra las enfermedades tropicales, hoy parece funcionar como un aliado de los mosquitos.

Pero lo verdaderamente paradójico es que cualquier intento de clausurar la Palúdica por ser peligrosa para la salud equivale más o menos a cerrar la Central de Policía por ser una amenaza contra la seguridad de los ciudadanos. A simple vista cualquiera puede darse cuenta de que algo no necesariamente muy sano está ocurriendo en aquel edificio, cuando en sus alrededores hay vehículos abandonados desde los años sesenta del siglo pasado.

Demasiadas vueltas

No hay ninguna norma jurídica que impida al Estado nacional transferir la propiedad de aquellas instalaciones. En virtud del legado, el Estado nacional es titular de un dominio imperfecto o revocable, lo que no significa que no se pueda transmitir a un tercero ese mismo derecho.

El único sujeto legitimado para exigir que se dé al inmueble el destino previsto en el cargo es el beneficiario del cargo (en principio, el propio Estado nacional). Los empleados que allí trabajan -por mucho que sus derechos sean muy respetables- no son los que deciden si el cargo se ha cumplido o no. La decisión en este aspecto solo puede adoptarla el gobierno.

La familia del autor de la liberalidad (en el supuesto de que entre ellos hubiese algún o algunos individuos a los que se haya transmitido los derechos de los originales herederos del causante) carece de acción para exigir el cumplimiento del cargo. A lo sumo, lo que puede hacer, en condiciones muy estrechas, es ejercer la acción revocatoria del legado, la cual muy probablemente ha sido ya alcanzada por la prescripción.

Dicho en otros términos, no es la familia del autor del legado la que puede decidir el destino del inmueble.