La parábola del curandero

Hubo una vez, en ese reino racional de la ciencia pura que los geógrafos del siglo XVII llamaron «Salta», un gobernante aplicado y metódico, que consultaba hasta la más intrascendente de sus decisiones con un gabinete integrado por sabios, todos ellos egresados de las más importantes universidades del mundo y activos exponentes de las máximas alturas que puede alcanzar el pensamiento humano.

A ellos, el gobernante les tiene asignada la crucial misión de definir las «políticas públicas» de un Estado en donde quienes practican la magia son condenados a la hoguera por el Tribunal de Impugnación (esto es, sin juicio), bajo el cargo de conspirar con el demonio para acabar con la Cristiandad.

Cuando algún detallito de las «políticas públicas» no sale tan bien como se había diagramado en las nunca bien simuladas mesas de arena del poder, se suele echar la culpa, no a su deficiente diseño, sino a la malévola interferencia de «la magia». Un pánico moral se apodera del gobierno, que se lanza así a la persecución del enemigo percibido.

Los mismos funcionarios que se arrodillan frente a la Pachamama todos nuestros agostos (los mismos que en septiembre se inclinan frente al Señor del Milagro y hacen largos viajes al Tíbet para adorar a quien haga falta) arrojan entonces al fuego eterno a los curanderos de las tribus, a quienes culpabilizan de recetar mortíferas infusiones de anís y poleo para lactantes en riesgo.

Condenan en los despachos al mismo curandero y al mismo chamán que les hizo la caridad de dejarles entrar en el vientre de la Pachamama.

Son los mismos funcionarios que luego se llenan la boca (no ya de coca) sino de palabras rimbombantes, para reivindicar la intangibilidad casi sagrada de las costumbres ancestrales de los pueblos originarios, entre las que, seguramente, se halla el recurso extremo al curandero de la zona; sobre todo, cuando los enfermeros y agentes sanitarios a sueldo del Estado se toman el fin de semana libre en los parajes más alejados y declaran un 'viva la pepa' nutricional durante cuarenta y ocho horas.

Así como con la desnutrición infantil sucede con la violencia mortal contra las mujeres, la inflación, el trabajo en negro, el narcotráfico, la inseguridad, la baja calidad educativa, el consumo de drogas, el riesgo mortal en las carreteras y la crisis fiscal: todo es culpa del curandero.

Las denominadas «cuestiones culturales» son bienvenidas solo en la medida en que ellas nos abocan a la fiesta, atraen turistas y dejan plata fresca en las arcas de unos intendentes ávidos de dinero. Pero son ineluctables cuando se trata de corrupción o de ineficencia.

El Ministro de Cultura -si es que hay uno- trabaja en realidad de notario, para dar fe de que existe una miríada de costumbres (la una menos valiosa que la otra), pero nunca para intentar enderezar la nave de nuestra cultura hacia comportamientos más civilizados y socialmente más provechosos.

En el fondo, todo es cuestión de una desigual distribución del poder en el seno de nuestras comunidades originarias. Si estas, en vez de ser gobernadas por caciques lenguaraces, subsidiófilos de pro, y amigotes del que gobierna, lo fueran por los curanderos de las tribus, algunas cosas comenzarían a enderezarse en Salta.

Para empezar, la ciencia infusa de los curanderos lograría demostrar en cuestión de semanas, que para revitalizar las alicaídas finanzas provinciales y dar a cada grupo de presión lo que pide, siempre será más efectivo un té de anís y poleo, bien cargado, que esas ambiciosas «políticas públicas» elaboradas en sofisticadas cumbres de politólogos, a las que de vez en cuando, cuando nadie mira, alguien le coloca una estampita de San Judas Tadeo, con la esperanza de que den resultado de una buena vez.