
Puede que no le haya dedicado bastante tiempo al asunto o que los límites de mi capacidad para comprender la realidad -que son bastante visibles- me hayan conducido a conclusiones equivocadas; pero ello no es obstáculo para que a estas alturas pueda decir, con algún grado de convicción, que aquellas diferencias que han provocado mi curiosidad no son fruto del azar, así como tampoco de una arbitraria división internacional del trabajo o de una conspiración entre poderosos del planeta, sino de los diferentes niveles de exigencia ciudadana y de los distintos métodos de selección de las elites políticas.
Dicho lo anterior, debo decir también, en honor a la verdad, que nuestras elites (me refiero a las argentinas y a la salteña en particular) no son mucho peores que otras que he conocido. Las diferencias formativas y de talento son, en algunos casos, apreciables, pero no demasiado significativas para explicar, por sí solas, las enormes diferencias -especialmente en términos de eficacia- de los sistemas políticos de los distintos países.
La conclusión es parecida, aunque no idéntica, a la brillante explicación de Daron Acemoglu y James Robinson (Why Nations Fail) para las diferencias que se aprecian en el desarrollo de los países, así como en los procesos de acumulación de poder y de prosperidad.
Hay sin embargo un dato que me llama la atención, que sobresale en mis observaciones, y que no quiero pasar por alto. Y es que nuestros políticos no son muy propensos a reconocer sus errores y sus fracasos; es decir, que carecen casi absolutamente de cualquier capacidad autocrítica, y sin embargo siguen gozando -al menos en materia de popularidad- del favor de la ciudadanía. Esta popularidad es, para mí, incomprensible cuando ella está cimentada en el daño permanente que se provoca a las instituciones con su sobreutilización con fines relacionados con la imagen del líder.
Da la impresión que aquellos que han alcanzado el Olimpo de la popularidad se obstinan por mantenerse en la cima a cualquier precio o que la adulación de sus seguidores les hace ver una realidad inexistente. Las instituciones, pensadas para expandir el bienestar de los ciudadanos, se convierten así en juguete de los que ambicionan el poder por cualquier medio.
Cualquiera sabe, por otra parte, que la admisión de errores y el reconocimiento de una cierta incapacidad para solucionar los principales problemas de la sociedad traen aparejada la asunción de responsabilidades políticas (por ejemplo las dimisiones o los retiros de la vida pública) y ellas producen a su vez la aceleración del proceso de renovación de las elites. Algunos, por supuesto, piensan que la política es para toda la vida y no toleran que nuevas elites vayan creciendo debajo de sus pies. Es esta una forma de matar a la democracia.
El caso del Gobernador de Salta
Si dirigentes políticos, como el Gobernador de Salta, son tenidos en cuenta para una eventual candidatura presidencial, es que algo no muy bueno ni muy saludable está sucediendo en el interior de nuestro sistema político. Ser 'presidenciable' en el mundo en el que vivimos exige la posesión de unas determinadas cualidades de las que el Gobernador salteño carece por completo, así como un historial de éxitos y conquistas que, en su caso, brilla por su ausencia.Cualquiera que haya hecho el intento de seguir más o menos de cerca la evolución del gobierno de Salta en los últimos años puede darse cuenta de que el Gobernador no se destaca precisamente ni por la transparencia de sus actos ni por su capacidad de rendir cuentas. Y estas son dos de las cualidades que los ciudadanos responsables exigen de quienes aspiran a los puestos de más alta responsabilidad en los gobiernos.
El del Gobernador no es un fracaso individual, ya que en él se resume el descalabro coral y sincronizado de una generación entera, lastrada por el apetito de poder y atenazada por la elección masiva del peronismo como plataforma única de expresión política.
No es la mía una opinión influida por antipatías personales ni por inquinas ancestrales, de esas que suelen ser atávicas en Salta. No conozco personalmente al Gobernador, jamás he cruzado una palabra con él, no hemos coincidido en acto alguno ni tenemos amigos en común; pero pienso -no sé por qué- que, un poco más acá de sus errores, en la distancia corta, debe de ser un personaje cuanto menos encantador. Quizá esté equivocado, pero de lo que seguro estoy es de que, con los números en la mano, su gestión al frente de la Provincia de Salta en los pasados nueve años ha sido pobre, muy pobre. Y esto no es una cuestión ni de encanto personal ni de simpatías más o menos coyunturales.
Interpreto su ascenso en la popularidad nacional, primero como el resultado de una operación (parcialmente fallida) de marketing, que ha costado y sigue costando mucho dinero al bolsillo del contribuyente salteño; y después como el producto de una ciudadanía anestesiada, conformista y poco exigente. En otros países, con democracias más rodadas, el discurso vacío y plagado de lugares comunes del Gobernador de Salta solo conseguiría que se lo catalogase -y con suerte- como un «político del montón».
El razonamiento es muy sencillo: si en nueve largos años, el Gobernador de Salta no ha conseguido resolver ninguno de los problemas que afectan a la Provincia que gobierna, y si en este tiempo la mayoría de aquellos problemas, lejos de resolverse, se ha agravado de forma notable, ¿es sensato pensar que el Gobernador tiene las cualidades mínimas necesarias para convertirse en Presidente de la Nación?
Por lo que estamos viendo en estos días, no es la sensatez precisamente lo que preside y organiza el proceso de selección de las elites en este país. Entre nosotros priman otros criterios, muy diferentes a los que se aplican en otros países para decidir si un político entra o no en el círculo de los elegidos para poder liderar y abanderar un proyecto de transformación de la sociedad. Lo que en otras latitudes se decide en un espacio público abierto y en debates plurales, repetidos y minuciosos, en la Argentina se decide en unos cuantos programas de televisión, con tres o cuatro frases oportunistas (generalmente deformaciones del discurso peronista más rancio) y casi ninguna idea.
Me doy cuenta de que este es un análisis superficial y no puedo sino pedir disculpas por no tener la capacidad suficiente para reflexionar con más profundidad y para zambullirme en busca de las causas de esta importante disfuncionalidad. Mi esperanza es la de que alguien con mayores conocimientos y mejor claridad expositiva recoja el testigo y nos ayude a encontrar los motivos por los cuales se produce el fracaso de las elites políticas, económicas y sociales, y somos tan propensos a retrasar su relevo.
(*) La palabra elite es también grave o llana. Cuando se escribe de este modo, no lleva acento gráfico en la vocal inicial. Aunque la grafía esdrújula de la palabra («élite») es aceptada por el DLE y su uso generalizado, no deja de ser un galicismo.