La familia que vive de la basura y come alimentos desechados: ¿Orgullo salteño?

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Mientras el gobierno de Urtubey echa las campanas al vuelo por los resultados presuntos de sus brillantes «políticas públicas», y presume al mismo tiempo de cobijar bajo su paraguas protector a cuanta minoría desfavorecida (incluidos los animales) sea capaz de presionar por privilegios y prebendas, en Salta hay entre 300.000 y 450.000 pobres en situación de necesidad extrema, según diferentes estudios.

Una sociedad que mantiene a un quinto de su población en semejantes condiciones no puede presumir de ser una sociedad decente, justa o inclusiva. Y mucho menos orgullosa, por más de que se presuma de la cantidad de charlas que se pronuncian en las escuelas y las comisarías contra la violencia de género.

Cada tanto se conocen cifras y datos que revelan que la situación social en Salta es muchísimo más grave y preocupante que lo que el gobierno provincial diariamente da a entender con su discurso superficial y triunfalista.

Lejos del relato oficial, la realidad muestra que una vasta legión de comprovincianos, seres humanos igual que nosotros, sufren las carencias y las injusticias de un sistema diseñado al milímetro para favorecer a los poderosos y ahondar la desigualdad social.

Aun siendo perfectamente consciente de este singular desafío, el gobierno que preside Urtubey, ha preferido descomponer la realidad social en una miríada de situaciones particulares, a las que intenta dar respuesta con recetas de los años 30 del siglo pasado. El gobierno provincial tiende a mirar las tensiones que enfrentan a ricos y a pobres a través del prisma de las encíclicas del siglo XIX; es decir, ignorando que la creciente desigualdad, en el interior de las sociedades y entre territorios, no es un flagelo que se pueda solucionar con políticas sociales al uso, sino permitiendo que el poder, hoy cautivo de las elites, se democratice, se distribuya de forma equitativa y alcance a las capas menos favorecidas de la población.

El diario El Tribuno publica esta mañana un breve pero lapidario informe sobre las condiciones de vida infrahumanas de una familia que reside (por decirlo de algún modo) en el asentamiento Virgen de Urkupiña, cercano al vertedero San Javier.

La dolorosa admisión del jefe de familia acerca de que han sido la falta de trabajo, de oportunidades y de un techo lo que los ha condenado a vivir allí debería por sí solo contribuir a aplacar ese orgullo desbocado del que hacen gala algunos comprovincianos y a reducir la soberbia de los gobernantes convencidos de la eficacia de sus políticas.

Algo grave está pasando entre nosotros para que personas jóvenes y llenas de energía no solo carezcan de las oportunidades educativas o laborales que merecen sino que se vean condenadas a vivir entre la basura y consumir alimentos que han sido desechados por sus semejantes.

Con esta realidad a la vista ¿es razonable que el nuevo Ministro de Salud Pública alardee de la eficacia y de la vocación de servicio de sus equipos sanitarios? ¿Debemos aplaudir la exquisita sensibilidad de la Ministra de Derechos Humanos, o pensar que es serio que el Ministro de la Primera Infancia exporte su modelo de desgobierno a otros países?

Hablamos de algo tan grave que no se puede solucionar con el voto electrónico, el feminismo a sueldo del Estado, la minuciosa clasificación de las minorías sexuales por su orientación, el regalo de anteojos, sillas de ruedas, dentaduras y prótesis ortopédicas, las inauguraciones de teatros en San Juan, la conmiseración con los pescadores de Mar del Plata o las fastuosas bodas mediáticas. Las políticas de Urtubey persiguen más la aprobación inmediata de los infinitos microcosmos que operan en la órbita de las redes sociales que la eficacia en términos de reducción de las desigualdades. Un político que habla solo de lo que las redes quieren oír, que solo parece dispuesto a complacer a las minorías más gritonas y exigentes, que no está dispuesto a sacrificarse y a pagar el precio de la impopularidad no merece disfrutar de la confianza de la sociedad que gobierna.

Solo con un poco menos de demagogia, con menos gestos y actitudes «políticamente correctas» y con algo más de democracia (en forma de participación de las minorías) se podría lograr hacer retroceder la pobreza en Salta. Y para empezar a pensar en alcanzar este objetivo no queda más remedio que cambiar de Gobernador y mirar hacia el mundo que nos rodea.