La omnipresencia policial en Salta

No debe ser fácil para el Gobernador de la Provincia saber qué hacer con los casi 12.000 policías que hay en Salta.

Es verdad que fue él quien duplicó el número de agentes y es él quien los está haciendo más visibles, pero que el exceso de presencia policial es ya un problema político, de ello no caben dudas.

Gracias al Señor del Milagro y a otros elevados espíritus de encomiable misericordia, en Salta no hay amenazas terroristas serias ni rige un estado de excepción que limite las libertades públicas.

Hay problemas de seguridad, bastante ordinarios, pero no por ello menos graves, como la inseguridad en las rutas y caminos y la violencia contra las mujeres, cuya gravedad se acentúa en la medida en que el gobierno se muestra cada vez más incapaz de solucionarlos.

Pero en otros países del mundo que han padecido y padecen problemas similares, la solución no ha sido duplicar la cantidad de policías.

En muchos casos las soluciones han venido de la mano de mayores inversiones en la mejora de la seguridad de las carreteras, de medidas educativas o reeducativas y de un incremento de la prevención, como el control más estricto del consumo de bebidas alcohólicas o estupefacientes. Todo ello, acompañado de un intenso movimiento social que así como aboga por la reducción de las amenazas, trabaja con eficacia en la defensa de las libertades civiles.

En Salta, por el contrario, no es extraño asistir a partidos de fútbol con unos pocos miles de aficionados en las tribunas y cientos de policías desplegados por todos lados. Movilizar cuatro mil policías para controlar una procesión, por muy multitudinaria que ésta sea, sea antoja una exageración, teniendo en cuenta de que se trata de una marcha religiosa, pacífica y ancestral.

En París, el 11 de enero de 2015, una manifestación de más de dos millones y medio de personas, encabezada por numerosos jefes de Estado y de Gobierno, recorrió las calles aledañas a la Plaza de la República, poco después de los sangrientos atentados de Charlie Hebdo. En aquella ocasión, el dispositivo de seguridad organizado por un país en estado de shock estuvo conformado por 2.300 policías y 1.300 militares.

En este país, el record de presencia policial en una concentración pública se batió en junio pasado cuando 2.500 policías salieron a las calles de París con ocasión de una manifestación contra la reforma laboral del gobierno de Manuel Valls. Hay que recordar que París tiene una población urbana de unos 12 millones de habitantes.

En Salta, en donde viven solo 600.000 personas (veinte veces menos que en París), los policías aparecen por doquier, en cualquier manifestación, por minúscula que sea; inundan las audiencias públicas, saturan las rutas y no parece haber rincón de la Provincia en donde se pueda circular sin temor a ser interpelado por algún agente, por el motivo más intrascendente.

Pero es que la Policía es también omnipresente en la vida social y religiosa. A los doce mil policías adultos se les ha de sumar unos dos mil policías infantiles; es decir, de niños uniformados que reciben entrenamiento militar y adoctrinamiento religioso todos los días del año. Sin contar con la sofisticada red de vídeovigilancia que el gobierno utiliza para inmiscuirse en la intimidad de los ciudadanos y poco para asegurar la integridad de los bienes y de las personas.

El crecimiento cuantitativo de la Policía y la extensión de su campo de operación a zonas reservadas para la sociedad civil libre, lejos de ser un dato positivo, es la expresión de una gran impotencia social para resolver los problemas colectivos. Es una transferencia de responsabilidad de los ciudadanos a un Estado que recibe la encomienda con entusiasmo, pues allí donde el tejido social es más débil el Estado tiene mayores probabilidades de sustituir con su autoridad la falta de libertad, de autonomía y de iniciativa de los individuos.

Debemos exigir no solo que haya menos policías en la nómina del Estado sino que sean mucho menos visibles de lo que son; es decir, que la intimidación no forme parte de las técnicas que emplea el gobierno para asegurar la obediencia de los gobernados.